La legislatura que acaba de terminar ha evidenciado las grandes diferencias ideológicas y políticas entre la izquierda en el Gobierno de España y la oposición del PP, secundado por Vox y Ciudadanos.
Pero las diferencias, incluso las más groseras, hay que conceptualizarlas para entender mejor su sentido ideológico y su traducción política. Intentémoslo, centrando el intento en la derecha y la izquierda clásicas, dejando de lado a Vox, variante ultra que enturbia el ideario de la derecha, pese a las coincidencias.
Rastreando la historia, aparece la primera manifestación política, en un sentido “moderno” de la dialéctica (y la práctica), de una derecha y una izquierda a mediados del siglo II a. C. por el enfrentamiento de los hermanos Graco (Tiberio Sempronio y Cayo Sempronio) con la clase senatorial de Roma.
Los Graco fracasaron en su propósito de favorecer a los campesinos sin tierras y a la plebe urbana y perdieron la vida en el empeño, pero dejaron sembrado un espíritu que cabe calificar ya de izquierda y el de sus opositores, los privilegiados de Roma, de derecha.
A partir de entonces, con distintos nombres –los de derecha e izquierda quedaron consagrados en la Revolución francesa de 1789— y en distintas circunstancias históricas, ha habido dos concepciones básicas de la organización de la sociedad; hoy, ambas legítimas en el sistema democrático liberal, si bien merecen una valoración distinta aplicando la ética de la equidad y la aspiración a una distribución justa de la riqueza social.
Las ideas y las variantes políticas de cada concepción son con frecuencia confusas, incluso anclar los respectivos rasgos identitarios presenta cierta dificultad. Simplificando mucho, la derecha se identifica con la defensa del individuo y la primacía de su libertad y la izquierda, con la defensa de lo colectivo y la primacía de lo social. La derecha sería la opción política preferida de los poseedores y la izquierda, la opción necesaria de los desposeídos.
La realidad política actual es más híbrida que pura. La asunción ideológica por ambas concepciones con intensidades distintas de manifestaciones como la ecología y el feminismo social, junto con la respuesta a fenómenos como la inmigración, la pandemia y ahora la guerra de Putin, complican aún más la diferenciación, sobre todo en los márgenes.
La reconstrucción moral y material en la posguerra de 1945 se hizo mediante un compromiso entre la derecha cristianodemócrata y la izquierda socialdemócrata (y aparentados), que se concretó en el denominado Estado de bienestar a modo de pacto social.
Hubo un interés mutuo en ese compromiso, ambas salían ganando. La derecha contenía el frente “interior” y agrupaba fuerzas para la lucha “exterior” en la Guerra Fría; la izquierda podía ofrecer logros inmediatos y sustanciales a su base social.
Con la caída de la URSS y de las “democracias populares” del Este, arrastrando en la caída a los partidos comunistas de Occidente, se rompió el consenso elemental entre derecha e izquierda. La derecha ya no lo necesitaba.
Desde entonces, la dialéctica se ha hecho paulatinamente agria en las formas e intransigente en el fondo, y las dos concepciones centrales de derecha e izquierda han sido corregidas o desbordadas por elementos más a la derecha y más a la izquierda.
La globalización y el menguante liderazgo de Estados Unidos, discutido dentro y fuera de la órbita occidental –liderazgo negativo por hegemónico, pero estabilizador por comportar un “orden”—, han repercutido en la relación dialéctica de la derecha y la izquierda hasta el punto de imposibilitar la recomposición de un compromiso al nivel de décadas anteriores.
No obstante, en las sociedades avanzadas de Occidente, entre las que se cuenta la española, un cierto consenso y equilibrio entre derecha e izquierda beneficia a ambas frente a los extremos y, sin duda, al cuerpo social, especialmente a los desposeídos.
Pero ¿cuál puede ser hoy por hoy el interés en ese consenso y equilibrio? Para la izquierda mucho, puesto que a la mayor parte de su base social le resulta imprescindible el Estado de bienestar, garantizarlo y, si es posible, ampliarlo es fundamental para ella. Para la derecha ninguno de inmediato, puesto que no hay enemigo “exterior” relevante, ni tampoco “interior” evidente pues ya está hecha a la confrontación habitual con la izquierda reformista.
Traería una salvedad a ese desinterés otra Guerra Fría dura, principalmente entre Occidente y China, que obligara de nuevo a la derecha a un cierre de filas “interior” –exigido por EEUU— con “concesiones” a la base de la izquierda para asegurar una cohesión y estabilidad social suficientes.
En el fondo, lo que se dirime el 23J es el equilibrio entre derecha e izquierda, no es trivial que favorezca a la una o a la otra.