El domingo pasado estuve con una amiga y nuestros hijos respectivos de (casi) 3 y 6 años visitando la exposición Digital Impact en el Disseny Hub. Los niños se divirtieron mucho observando un desfile de monstruos peludos diseñados a partir de códigos en una pantalla gigante y corriendo descalzos por la cúpula de Antoni Arola, una instalación donde la luz cambiaba de color según el fenómeno atmosférico que el artista quería reproducir: la explosión de color de la aurora boreal, los cielos turbios bajo un incendio o una tormenta de arena, la contaminación.
Aunque el arte digital no me despierta ningún tipo de experiencia estética (en historia del arte se traduce como el gozo o agrado que produce la percepción de la belleza en la naturaleza o en un objeto de arte), la exposición me pareció interesante. Leía las explicaciones en el panfleto y entendía lo que el artista quería expresar. Todo iba bien hasta que nuestros hijos se pusieron a interactuar con Joel, un niño virtual “que vive dentro de una pantalla” (un Digital Human) que, después de varias preguntas y respuestas, nos soltó que para él las exposiciones de arte digital eran muy “guais”, mientras que los museos de cuadros eran un rollo (o algo parecido) porque no se mueven ni se puede interactuar con ellos. Estuve a punto de desenchufar la pantalla, temiendo que Joel volviera a soltar otra tontería y el mensaje calara en los oídos de los niños.
Los museos de cuadros que tanto aburren a un avatar resulta que explican la historia de la humanidad. Obviamente, a mi hijo le llamará más la atención ver un desfile de monstruos digitales de colores que el retrato del matrimonio Arnolfini, de Jan van Eyck, o el Pantocrátor de Sant Climent de Taüll, en el Museu Nacional. Igual que preferirá ver un vídeo de tractores en mi teléfono móvil que leer el cuento de Los tres cerditos. Pero es cuestión de ponerle ganas, ilusión y un poco de diversión para despertar su infinita curiosidad. Los niños tienen que ver que a los mayores también nos entusiasma ir a un museo lleno de cuadros, que preferimos ir a ver una exposición de arte románico y leer un libro que quedarnos en el sofá enganchados al móvil o viendo series. ¿Cómo vamos a despertar su curiosidad si vamos con prisas cuando pasamos por delante de un grafiti, una zona de obras o una caca de perro que para ellos puede tener forma de castillo?
Cada mañana, de camino al cole, mi hijo y yo pasamos por delante de un yacimiento arqueológico íbero-romano, donde estos días hay un grupo de arqueólogos canadienses excavando. A pesar de que llegamos muy tarde al cole, lo ayudo a encaramarse al muro para que los salude y los observe un rato.
-“Mamá, ¿qué hacen los arqueólogos?”, me preguntó al segundo día.
-“Pues con el pico y la pala buscan cosas antiguas debajo de la tierra: una moneda, un plato, una pulsera…”.
-“... un coche, un camión…”.
Pues claro que sí. La semana que viene me lo llevo al Museu Nacional, a ver si entre pantocrátors ve camiones.