“En ese instante pongo mi móvil sobre la mesa y, de repente, empieza a sonar. Miro, y ¿de quién era la llamada?”
De pronto [Ana Obregón] ha cedido el micrófono a su interlocutora, la dirección de no ficción de Harper Collins, que ha corroborado su historia: “Era de Aless. Ana se lo enseñó primero a Susana, que se echó las manos a la cabeza, y, muy nerviosa, nos enseñó el móvil sonando. Y Ana decía: ‘¡Pero si el teléfono de Aless está en un cajón, apagado, desde hace dos años!”.
Hasta aquí la crónica que ha reproducido toda la prensa, la crónica de la presentación pública, ante la prensa, del libro El chico de las musarañas.
¡El hijo muerto telefonea! ¿Y qué se cuenta? Nada: cuando le dices “¿diga?”, cuelga.
Está claro que esta mujer no está del todo bien. Pero, aunque nunca en su vida haya hecho nada interesante –a no ser que uno crea que son “interesantes” sus implantes de silicona, sus posados veraniegos en bikini, sus amoríos, sus series de televisión—, a fuerza de presencia constante se ha convertido en algo así como un signo de los tiempos.
Un signo vacío. Un signo de frivolidad. Pero esta frivolidad ¿es de verdad característica de estos tiempos, o es de siempre, consustancial a nuestra evolución como especie? ¿La humanidad avanza (o retrocede) siempre acompañada de sucesivas Anas Obregonas?
No lo sé. Lo que sé es que ella se adentra en tierra de nadie, hacia playas de locura, más allá de líneas no ya rojas, sino púrpuras, en el show que se lleva con la muerte de su hijo y su “resurrección”: Aless vuelve a salir a la luz, ahora desde un vientre de alquiler, y es autor póstumo de un libro que su madre ha terminado de escribir a su dictado desde ultratumba, tal como Alá dictó el Corán a Mahoma.
La sonrisa condescendiente y un poco despectiva que siempre nos había inspirado esta mujer se deforma en mueca, mientras, algo preocupados, nos preguntamos: ¿qué será lo próximo? ¿Psicofonías? ¿Nos contará la visita de un ángel, que en sueños le ha contado que su hijo está muy bien en el más allá, e incluso se ha apuntado a un coro?
Parece capaz de todo, con tal de no salir de la luz de los focos. Estamos en la pornografía tétrica y sentimental, y quizá en las fronteras de la locura. Mientras tanto, mueren miles de chicos de 20 años en las matanzas de Ucrania, sin que sus madres nos digan si se llamaban Aless o Perico de los Palotes, si tenían la vocación de ser escritores o el ardiente deseo de tener hijos. Mueren en el sacrificio y el silencio.
Claro que, pensándolo bien, toda la culpa de esta cosa obscena no es de esa mujer. Ahí participamos todos, y yo el primero. Creo que fue La Rochefoucauld quien dijo que hay tres formas de ignorancia: no saber lo que hay que saber; saber mal lo que se sabe; y saber lo que no hay que saber.
Pero es que da la impresión de que poderosas fuerzas contemporáneas casi irresistibles conspiran a favor de esta tercera forma de la ignorancia: conspiran, conspiran conmigo, para que todos sepamos lo que no hay que saber.