El ser humano nació rindiendo culto religioso a la naturaleza –la magnificencia del sol, la inmensidad del mar, la altura de una montaña– y ha terminado, de momento, haciéndose selfis hasta en el cuarto de baño. Visto desde un punto de vista histórico, da la impresión de que el progreso, en vez de ser una línea recta, como creían los ilustrados, es un sendero con dos caminos antagónicos que se bifurcan. Mientras más avanzada y asombrosa es la tecnología, más ignorantes se están volviendo importantes capas de la población occidental. Justo cuando la cultura es más democrática, accesible y está al alcance de todos.
Suecia anunció hace unos días que va a frenar la inmersión digital en los colegios porque el nivel de lectura de sus escolares se ha desplomado en los últimos siete años. Su receta para combatir este hundimiento súbito de la comprensión lectora –la única puerta que da acceso al verdadero conocimiento– es regresar de nuevo a los libros de textos tradicionales. En papel. Impresos. Ya saben: aquellos volúmenes llenos de letras y párrafos que, a lo sumo, incluían algunas ilustraciones e imágenes. Pura e infalible arqueología editorial.
Hay quien cree que semejante decisión es un retorno al pretérito. Tal opinión refleja el alto grado de adanismo contemporáneo: pensamos que vivimos en la mejor época de la historia porque es la nuestra, no porque sea verdad. Si se mira con detenimiento hacia el pasado se descubrirá que existe una vinculación directa entre las matemáticas –una disciplina secular– y el lenguaje de las máquinas. La modernidad, salvo para los ignorantes o los ingenuos, es una cosa muy vieja. Consiste en redescubrir lo que en un momento dado olvidamos.
En España, donde el nivel de lectura es todavía más bajo que en Suecia, deberíamos hace tiempo estar discutiendo –en serio– acerca de los beneficios y las amenazas de la tecnología en la educación y el pensamiento. No se trata de promover ningún apagón digital –que es lo que existe en muchas escuelas internacionales de élite, donde se educan los vástagos de los señores de la tecnología– cuanto de volver a lo esencial: entender lo que se lee; escribir y saber expresar lo que se piensa y se siente.
Quienes nos educamos en el mundo analógico –el único real; basta un corte de luz para evidenciarlo– sabemos, por experiencia propia, que no se lee del mismo modo en papel que a través de una pantalla. Ni las ideas se fijan igual ni la articulación entre ellas –que es la forma de discurrir del cerebro: la sinapsis– opera de idéntica manera cuando no media el acto físico de leer (en papel) y escribir (a mano).
La crisis de lectura en las escuelas es una cuestión política trascendente en Suecia. Aquí no forma parte de la agenda pública ni siquiera en época de elecciones. En buena medida ocurre porque todos los partidos políticos coinciden en haber hecho de la docencia digital un señuelo de progreso, siendo esta cuestión no sólo discutible, sino directamente impugnable dados los diagnósticos internacionales. El país nórdico, pionero en el uso de las pantallas en las aulas, ha optado por corregir su política educativa porque los posibles beneficios son inferiores a las desventajas. Se podrá compartir o no la decisión, pero al menos obedece a un análisis.
La tecnología, en sí misma, no es un problema. La cuestión es cómo y para qué se usa. Sobre todo si los alumnos no cuentan con los instrumentos intelectuales necesarios para cuestionar lo que les llega –y va a seguir llegándoles– a través de las pantallas. Llama la atención el maximalismo con el que determinados sectores enfrentan esta cuestión.
En parte se debe a la fascinación por lo nuevo –que ya no lo es tanto– y a la creencia de las autoridades educativas, da igual el signo político, de que la digitalización puede reemplazar al pensamiento crítico. Es un fenómeno que también vemos últimamente con respecto a la inteligencia artificial, que unos consideran un avance cósmico y otros una amenaza, cuando lo que cabría preguntarse es si la posibilidad (relativa) de que las máquinas piensen exige en paralelo anular el hecho –indiscutible– de que los humanos sigamos haciéndolo solos.
Lo razonable, claro está, es encontrar un punto de equilibro: no dejar de pensar por uno mismo y recurrir a las pantallas para facilitar nuestra vida y mejorar nuestro trabajo. No es un objetivo difícil, pero para lograrlo es necesario hacerse preguntas incómodas, en lugar de aceptar o demonizar la tecnología como un hecho irremediable.
El mundo moderno, nacido con el Romanticismo, se caracterizaba por la desacralización de la religión y la instauración del arte como evangelio. El paradigma posmoderno entronizó a su vez el relativismo y ha terminado convirtiendo la tecnología en el último demiurgo.
Como todas las teocracias, el catecismo digital busca devotos y provoca heterodoxias. La lectura en papel, sin distracciones, sin estímulos distintos al texto, se ha convertido en un acto disidente y minoritario. Una costumbre que carece de sustituto sin pagar un altísimo coste social.
Con la lectura sucede algo similar a asistir a un concierto sin un móvil. Se considera una anomalía. Bob Dylan, que esta semana inicia una gira por España que pasará por el Liceu de Barcelona el 23 y el 24 de junio, ha prohibido a sus espectadores el uso de celulares. Una empresa bloqueará los terminales de los espectadores que acudan a sus conciertos.
El músico norteamericano, una leyenda cultural, lleva años tocando ante públicos de todo el mundo en penumbra, escondido tras un piano y resistiéndose a la trivialización de su música. Dylan no lo hace por misantropía, sino porque cree que el arte todavía debe ser un ritual sagrado. Un código de sentido. Igual que la lectura (tradicional) en este mundo lleno de liturgias profanas.