El gran Escohotado, al que seguimos echando mucho de menos, después de haber regresado con cierto espíritu dadaísta a sus ingenuidades juveniles, y haber hecho con ellas un examen de conciencia inusual dentro de su generación, que siempre se creyó la elegida por los dioses, dejó escrito que para triunfar dentro del sistema capitalista –que es el único capaz de crear riqueza, aunque sea a costa de desigualdades– son necesarios dos requisitos: la suerte y un cierto grado de eficacia. Lo que funciona en la economía, no rige para la política española, donde este domingo se vota el poder local, provincial y una parte del territorial.
Madrid, que sólo concibe la complejidad de la ecuación española como un mero refrendo a su condición de capital, extendiendo así sus particulares guerras de influencia al resto del país, plantea este 28M como una inevitable primera vuelta de las generales de diciembre. Los verdaderos contendientes no serían tanto los candidatos de regiones y ayuntamientos cuanto Sánchez y Feijóo. Los asuntos locales, muy similares en todos sitios, han estado bastante ausentes de esta campaña. Básicamente porque los puentes de mando de todas las fuerzas políticas –grandes, medianas y pequeñas– los desconocen por completo. Soberanamente.
Es llamativo que alguien aspire a gobernar España dentro de sólo seis meses e ignore (sin sentir ningún bochorno) lo que sucede en la mayoría de sus territorios. Que algunos partidos cuenten con embajadores en cada autonomía no mejora la cosa: un modelo de país no es la suma de cada una de sus partes. En la política española, acaso por la singularidad de nuestro modelo institucional, construido en función de los intereses partidarios, aunque sea con el amparo a posteriori de los vacíos constitucionales, falta una perspectiva global.
Se llama a las urnas –cosa inevitable en una democracia– sin que la mayoría de los votantes puedan evaluar –con datos independientes– las políticas públicas, fomentando únicamente la polarización categórica, apelando a un sectarismo demencial e infantil y confiando en que los electores actuarán como las barras bravas argentinas. Una de las cosas más asombrosas de estas vísperas del 28M es la conversión del debate público en una obscena subasta de favores, propuestas y promesas. Sobre todo para el gremio de los funcionarios.
Por supuesto, siempre ha sido así, pero antes se guardaban las formas escénicas: los programas electorales rara vez se cumplían, pero se imprimían. Ahora basta con decir un par de generalidades –pobres cláusulas de argumentario– o pagar una campaña de impacto en las redes sociales para pedir el voto, que representa la voluntad individual de cada ciudadano. El nivel general anda por el subsuelo, lo que evidencia un deterioro institucional crónico. Acaso el mejor ejemplo de la crisis por la que pasa nuestro modelo político, disipada la zozobra que provocó el lejano y estéril 15M, cuyos nuevos actores partidarios han durado menos que los movimientos de vanguardia de principios del pasado siglo, cuyos manifiestos fundacionales eran más solemnes cuanto más corta su existencia, la señalen las encuestas.
Todos los esfuerzos por desentrañar el panorama político antes del día de la votación han sido insuficientes. Salvo en plazas electorales concretas, como es el caso de la Madrid-región, la batalla de estas municipales está más abierta que nunca. Puede ocurrir una cosa y la contraria. En Barcelona, en Valencia o en Andalucía –a excepción de Málaga– el poder local va a depender de un escasísimo margen de votos o de pactos. En algunos casos, como sucede en Sevilla, por menos de 2.000 sufragios. Los sondeos no logran resolver la incógnita del 28M porque la estimación sobre el margen (técnico) de error de sus propios estudios es mayor que la distancia que separa a los candidatos que se disputan muchas de las 8.000 alcaldías.
Las lógicas difieren en cada sitio concreto, pero existe un denominador común: la falta de entusiasmo de los candidatos y de los electores. El PP parece crecer a costa del desgaste del PSOE, pero no con la potencia necesaria para prescindir de Vox, que va a condicionar las opciones de las candidaturas de derechas. Otro tanto sucede a siniestra: los socialistas tiemblan por el efecto negativo que los acuerdos parlamentarios del sanchismo con la galaxia independentista, ese fenómeno tan español, o la guerra entre Podemos e IU, tengan sobre sus dominios municipales, sin los cuales soñar con continuar en la Moncloa es una fábula.
El 28M se va a dirimir en función de cuál sea –ese día– la constelación planetaria reinante. La luna siempre es la misma, pero se muestra de forma diferente según la latitud exacta de observación. El fenómeno, a modo de augurio de las inminentes generales, es impagable y colosal. Todo lo que está en juego depende de factores ambientales. Dado que entre los políticos el talento es escaso, sólo cabe confiar en la fortuna, diosa cambiante y caprichosa.
Las municipales instauran así la era de la Grande Carambola, que comenzó un domingo de diciembre de hace cinco años, en el Sur, cuando Moreno Bonilla, gracias a los diputados de Cs y Vox, desalojó al PSOE del Palacio de San Telmo, sede de la presidencia de la Junta, y se coronó como presidente con el peor resultado electoral de toda la historia. Menos es más, decía Mies Van der Rohe, el gran arquitecto alemán. Y es una afirmación exacta. Siempre y cuando también acompañe la suerte, que es la única que este domingo va a cantar victoria.