Sócrates medía la riqueza de la Atenas clásica en función del grado de despecho y exigencia, por lo general infinita, de los hijos con respecto a los padres. Un índice Gini antes de Gini. En efecto: los niños consentidos son los vástagos de los excesos de riqueza y del deterioro de la educación. ¿Mal antiguo? Diríamos que contemporáneo. En el Fedón, el diálogo sobre la inmortalidad del alma de Platón, el discípulo pone en boca de su maestro (el sabio ágrafo envenenado con cicuta) una afirmación asombrosa: si en la naturaleza cualquier cosa tiene su opuesta, y entre ambas existe una vinculación merced a la cual una es la que sucesivamente engendra a la contraria, el ánima humana sobrevive al hecho de morir porque, si la vida es la antítesis de la muerte, cualquier deceso –a su vez– es el único origen de la existencia.

Dicho de otra forma: todos procedemos de los muertos. Literalmente. Esta verdad la descubren primero los huérfanos y los expósitos. Más tarde, en función de la piedad que tenga la diosa Fortuna, la conocemos el resto de los (in)mortales. El presente se engendra siempre desde el pretérito, del mismo modo que el futuro es la expectativa (potencial) de este instante. Por eso la Historia es una disciplina capital: evidencia lo que ocurrió, nos ayuda a analizar lo que nos sucede y nos previene ante el incierto acontecer. Mark Twain, en una célebre frase, dejó dicho que el pasado nunca se repite igual, pero tiende a rimar con el presente.

Vivimos en un tiempo regresivo en lo cultural y en lo moral, aunque sea boyante en tecnología. La sociedad occidental se ha enamorado del absurdo dogma de la identidad –da igual si esta es sobrevenida o inventada: lo que parece ya se considera una certeza– y predica un concepto de igualdad adolescente. Ambas ideas tienden a conjugarse juntas: quien aspira a una igualdad total y categórica cree en la equivalencia exacta entre dos personas. La biología lo desmiente, pero la filosofía del resentimiento y la horda los envalentona. Nadie reconoce de buen grado que otros sean superiores (por sus méritos), pero rara vez se pone en duda que determinados grupos sociales exijan el privilegio de convertirse en hegemónicos o quieran ser eximidos de cumplir la ley. Llorar conduce directamente al fet diferencial.

La mecánica es sencilla: basta fingirse víctimas perpetuas. Gracias al sentimiento de culpa inducido, por otra parte tan cristiano, se articula una infalible industria: “¡Compénsenme, denme una subvención o serán cancelados!”. Se trata de un mecanismo de chantaje social que funciona. Y lo hace gracias a una fórmula eficaz y arbitraria: el pánico que para muchas personas supone ser señalados y perder la consideración ajena. Es una patología antiquísima que perdura en la conducta social del presente. Todo esto que vivieron nuestros ancestros pervive. La servidumbre, por ejemplo, antes era doméstica. Ahora es digital.

La civilización de Grecia o la admirable Roma, tan frugal y sacrificada en sus comienzos, según cuenta Antonio Escohotado en su descomunal ensayo Los enemigos del comercio, descubrieron que profesionalizar a los esclavos familiares podía ser un negocio colosal. Sin sospecharlo, abrieron así la caja de Pandora, dando origen a la catástrofe que destruiría el mundo antiguo, donde las desgracias ambientales adoptaron la forma artística de la literatura apocalíptica. El tono de sus obras tiene demasiadas analogías con nuestra hora. Según los historiadores, la calamidad de calamidades empieza a manifestarse a través de una inflación desbocada y sostenida. Prosigue con una caída demográfica y avanza con la marcha triunfal de los regímenes clericales, que proscriben la libertad, instauran dictaduras de trabajo no remunerado y acaban facilitando la carestía y el encarecimiento de productos vitales.

¿No es similar a lo que sucede ahora con la crisis de la energía o la alimentación? Ante su extraordinario coste, el emperador Diocleciano promulgó un decreto fijando el valor oficial de los bienes esenciales. El remedio fue más radiactivo que la enfermedad. La complejidad del mundo real no habla el mismo lenguaje que las ordenanzas. El tejido artesanal (ahora lo llamaríamos empresarial) decreció en paralelo a este primer edicto de precios de la historia. En los mercados y rutas comerciales, hasta entonces abastecidos, empezaron a escasear las cosas. Después, sencillamente, se esfumaron. Ya no tenía sentido trabajar: no se obtenía fruto del esfuerzo individual. Aquellos gobernantes que se presentaban ante sus súbditos y vasallos como justicieros bondadosos, sus salvadores, fueron los primeros populistas.

Los artesanos, como los autónomos y pequeños empresarios de nuestros días, no lograron sobrevivir a la ruina, al entrar en pérdidas. La economía se militarizó, quebrando el círculo de la sociedad comercial. Al mismo tiempo, el cristianismo extendía un sentimiento social de culpa y anunciaba: “El juicio universal no será celeste, sino terrestre”. Los teólogos, erigidos en tribunal indiscutible, dictaron su sentencia: “Es una tarea obligada restituir la riqueza en favor de los indignados”. O todos o ninguno. Dios, por supuesto, defendía esta causa santa: igualdad a sangre y fuego. El problema era que, entonces, ya no quedaba nada que repartir.

¿Les suena? La época en la que por vez primera se ensayó el comunismo se caracteriza por un marco cultural opuesto al principio de realidad. Roma, que en sus días de mayor esplendor llegó a tener algo más de un millón y medio de habitantes, pasó a convertirse en un villorrio de veinte mil antes de que los bárbaros la devastasen. El 90% de ellos eran esclavos. La hierba creció entre las ruinas de los foros. La Edad Media –sostiene Escohotado– fue un periodo de comunismo (no declarado) anterior a la formulación científica del marxismo. La filosofía de Grecia y la fortaleza de Roma degenerarían en una Europa silvestre y tenebrosa convertida en un leprosario perfumado por la flor del incienso, el único remedio ante el hedor general.

La sabiduría de los clásicos se desdibujó. La poesía y el antiguo teatro griego se perdieron. La medicina fue reemplazada por el agua bendita. Los jefes de tribu vendían a sus herederos a los imperios paganos rivales para obtener beneficios. Carlomagno, un emperador analfabeto, fue entronizado. La Iglesia persigue la libertad de pensamiento e instaura el principio de su infalibilidad. Los siervos de la gleba, atados forzosamente a cada territorio so pena de muerte –el sueño de cualquier nacionalista–, no dejaron de ser esclavos y además tuvieron que sobrevivir por su cuenta, sin ayuda del señor. ¿Estamos en el comienzo de una nueva Edad Oscura iluminada por las pantallas de los móviles en vez de por el fuego de las antorchas?