En su artículo Los pistoleros del ‘prusés’, publicado en Crónica Global hace tres días, Ramón de España --ponderado y respetuoso, como siempre-- llamó la atención sobre un fenómeno por ahora todavía marginal, lateral, de escasa significación y trascendencia, del prusés: la llamada a las armas.
En efecto, se oye el rumor difuso, todavía lejano, de voces que hacen balance de la “revolución de las sonrisas”. A su entender, ha tenido pobres resultados, y si no es ya hora de ir a por la independencia en serio, hay que ir preparándose porque el momento se acerca.
Esas voces, y otras que encuentran una no desdeñable audiencia exasperada en la chusma anónima de las redes sociales, recuerdan que, de ordinario, las independencias no se consiguen con sonrisas y buen rollo, sino con sangre o bien aprovechando un momento de marasmo y crisis esencial, como sucedió con las repúblicas yugoslavas y con las bálticas y asiáticas que se desgajaron de la Unión Soviética en el momento de su implosión. Por cierto que algunas ya lo han pagado caro, y otras contienen la respiración, en lista de espera. (En el caso de España es claro que el País Vasco ha obtenido una independencia de facto mediante un sabio equilibrio entre la política “democrática” del PNV y el terrorismo de ETA, habiendo llegado a ser el jefe de los pistoleros, Ternera, simultáneamente el comisionado de Derechos Humanos del Parlamento de Vitoria).
Hay algunas excepciones, hubo independencias sin sangre, como la de Noruega. Se independizó en 1905 tras un plebiscito abrumadoramente ganado “a la búlgara” (casi el cien por ciento de los votos), y si el Reino de Suecia no puso trabas a la escisión fue en primer lugar para evitar una guerra civil para la que los noruegos ya se habían preparado y para la que contaban con el apoyo de Gran Bretaña, y en segundo lugar porque la economía del territorio que se perdía arrojaba un beneficio relativo. Visto retrospectivamente, al desprenderse de aquella gran extensión de bosques nevados los suecos se ahorraron una guerra incierta, aunque en términos de economía cometieron un grave error de cálculo. No podían imaginar que luego se encontraría en aguas del nuevo país un tesoro fabuloso en forma de bolsas petrolíferas que harían de él uno de los países más prósperos del mundo.
Otro ejemplo de independencia sin sangre es el de Eslovaquia, en 1993: la escisión se hizo en los despachos del poder, en un acuerdo a espaldas del pueblo, facilitada por la juventud del país (Checoslovaquia nació del desguace del Imperio austrohúngaro tras la primera guerra mundial) y por el hecho, también en este caso, de que Eslovaquia era menos funcional y próspera que Bohemia y Moravia. De hecho, los primeros sorprendidos y decepcionados por la independencia fueron los propios eslovacos, en una difusa sensación de que “los checos nos la han vuelto a jugar”.
Ahora, estas voces que el mencionado artículo señalaba por lo general son destempladas, o velan su belicosidad con un tono de supuesta serenidad pasivo-agresiva, y todas se pronuncian con extremada cautela para no incurrir en delitos perseguibles por los tribunales de Justicia. Se insinúan llamadas a las armas entre educadas tosecitas y consideraciones impersonales. Con medias palabras se toma de referencia el ejemplo del País Vasco.
Estas voces responden a la frustración por la derrota del movimiento independentista (mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la actuación de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, con tan exquisita moderación que no se perdió ni una vida).
Muchas de ellas son de periodistas crecidos a la sombra de CiU, de la Fundación Acta, de la dadivosidad de los Prenafetas y Madís, que esperaban que con la independencia se produjese, también en el terreno de la comunicación, un seísmo parecido al que se produjo al final del franquismo, cuando una generación de profesionales vinculados al antiguo régimen fue jubilada casi de la noche a la mañana, y sus puestos ocupados por jóvenes periodistas de talante democrático, en sintonía con los nuevos valores.
Tras ese seísmo había mucho dinero a ganar, una promesa de colocaciones y prosperidad, incumplida por la fallida independencia de Puigdemont. Pasan los años, los hombres encanecen, y, crisis tras crisis, persiste la precariedad y se agrían la frustración y el resentimiento.
¿Es preocupante este clamor guerrero? En principio, se diría que no, pues sus portavoces son gente de escasa solvencia intelectual —los más despabilados ya se bajaron del carro— y otros incurren en el ridículo por la flagrante contradicción entre su crispada belicosidad y su práctica vital. Pero ¿quién sabe? Las armas las carga el diablo. El futuro no está escrito. “Sólo lo imposible es seguro” (Hitler dixit). La ocasión la pintan calva. Donde menos se espera salta la liebre. Nunca digas “de esta agua no beberé”.