No hace tanto que Víctor Grifols recibía loas por su trayectoria de empresario global a favor del procés. Era uno de los miembros de la nueva burguesía roja, que diseñaba trajes a medida a los políticos de la causa. Grifols pasó de la discreción a la fama cuando un cable de WikiLeaks desveló que la planta de la empresa catalana, en Parets del Vallès, era uno de los tres activos estratégicos de EEUU en territorio español, junto a Gibraltar y el Gasoducto Argelia-España.
El 90% del plasma que utiliza Grifols proviene de EE UU, país en el que cuenta con más de cien centros de donación. Lleva años viviendo en el alambre: a un lado, su éxito de mercado y al otro, su deuda impagable. En la última década ha adquirido empresas y participaciones en Talecris, Aradigm Corporation, Progenika Biopharma y TiGenix, además de la unidad de diagnóstico de análisis de transfusiones de Novartis. Ya en los años de la pandemia, Grifols se hizo con el control de la alemana Biotest.
Los Grifols conquistaron el mercado norteamericano y domiciliaron sociedades de su grupo en Delaware, el pequeño Panamá, un off shore a pleno pulmón, reino de la opacidad y bastión sumergido del índice Dow Jones. Así empezó la euforia, madre de todos los males. Víctor Grifols Roura, responsable del gran crecimiento de los laboratorios especializados en hemoderivados a lo largo de las últimas décadas, cogió el caballo por la crin: se apuntó al método whatever it takes, o hacer lo que tenga que hacer para salvar la compañía y a la familia. Entregó a sus acreedores la gestión de la empresa y estos decidieron adelgazas el balance para hacerlo presentable al grupo acreedor integrado por bancos, como Nomura, Morgan Stanley y BBVA. El forjador de la grandeza del grupo abandonó la presidencia ejecutiva y dejó a su hermano Raimon Grifols Roura y a su hijo, Víctor Grifols Deu como consejeros delegados. Pero poco después, estos dos últimos dejaron también sus cargos en manos de Thomas Glanzaman quien a su vez había sustituido al expresidente ejecutivo, Steph Mayer, incorporado al inicio de la crisis.
Los Grifols han sido desbancados de los laboratorios para convertirse en puros accionistas concentrados en un suculento family office patrimonial. Superados por un pasivo diez veces más alto que el permitido por su ebitda recurrente -a criterio de las salvedades de los auditores- escogieron proteger su bolsillo a costa de perder el control de la empresa.
Actuaron como aquel Sastre de Panamá narrado por John Le Carré, cuando la suerte del canal dependía de un Teodoro Roosevelt de ficción, expansionista de pura cepa. La empresa química catalana ha impuesto la tijera del sastre: menos trajes y mayor ganancia para el accionista o menos plasma a cambio de que regrese el dividendo de la sangre; una medida acompañada de un plan de ahorro de costes con miles de despidos en territorio americano.
Grifols cotiza en Wall Street, pero la Bolsa lleva meses castigando a la baja sus acciones porque la severidad de los mercados al contado es implacable. Animados por el entorno político del mundo soberanista, los Grifols quisieron poseer el mundo para ponerlo simbólicamente a los pies de Sulaco (Cataluña), el trozo de tierra independiente en la Costaguana de Joseph Conrad, el Panamá literario de Nostromo. Su mina de plata novelesca son las enormes cantidades de plasma reales, conseguidas en EEUU; un éxito empresarial de la secesión, antes de descalabro.
Superado el enorme bache de un crecimiento desaforado seguido de una caída sin fondo, Víctor Grifols, no tiene porque arrepentirse de su Norteamérica aurífera. Mantiene su patrimonio y prepara el desayuno pacíficamente como aquel sastre, Harry Pendel, inventado por Le Carré en el último acto de su novela.