Laporta ha subido al Mont Ventoux; no se ha dado cuenta de que se acerca la caída de Constantinopla, el fin de la Edad Media, del terraplanismo y del futbol como religión nacional. El caso Negreira es la gran mancha de la Nueva Frontera de 2003, el año en el que Laporta accedió a la presidencia del Club, una especie de Toma de la Bastilla --origen de la Edad Moderna, según Guillermo Altares-- perpetrada por directivos, no empresarios sino afganos como Soriano, el encaramado en el City de Guardiola, Sandro, fill del amu, el Juan Rosell exgerente o Carles Vilarrubí, ex de la Banca Rothschild y anfitrión de Florentino en las noches de Sant Gervasi. La troupe del cambio laminó al Barça de textiles venidos a menos --Agustí Montal o Raimon Carrasco, ex consejero de la extinguida Banca Catalana-- y de armadores del ladrillo, como Núñez y sus amigos, Francesc Pulido, Guillermo Chicote, Jaume Llauradó o Enric Reyna, que habían convertido la Llotja del Barça en un cártel del metro cuadrado.
La falange de Laporta suprimió el pasado y se envalentonó con los goles de Messi hasta imitar el lobby del Madrid, pero por la banda chapucera de la compra --no probada-- de voluntades arbitrales. Así las cosas, la aurora boreal laportista, que iba a ser el futuro, ha acabado por enterrar la esperanza. Laporta entró en combustión sobre tres ejes: aislacionismo, soberanismo y presunto delito. Y hoy se defiende del Negreirazo, acusando al guerra-civilismo de José Plaza y Raimundo Saporta, promotores de arbitrajes favorables a los blancos por más de medio siglo. Y sí, así fue, pero nadie puede pretender esconder ahora sus errores de los últimos años debajo de la piel del pasado teñido de madridismo y favorecido por la lucecita del Pardo, altar plúmbeo del General.
Laporta volvió gracias al voto de la masa social; despidió al CEO de los números, Ferran Reverter, se acompañó de Alemany y Jordi Cruyff, y vive ahora la soledad del poder, un vino embriagador --sin segundas-- que emborracha la libertad. Con el paso de los días, Laporta deja los amaneceres en Luz de Gas y desconecta poco a poco del Via Veneto de Josep Monje. El presi atrabiliario se ha vuelto comadreja. Ataca sin ser visto por sus presas, como Javier Tebas, el presidente de la Liga de Futbol Profesional, una patronal mostrenca que esconde sus perversiones de apariencia igualitaria, al estilo de Cuevas en su etapa al frente de la CEOE. Tebas es el que dice, si queréis dinerito aquí tenéis a CVC, el escandaloso tambor sindical de un señor que practica con descaro la intermediación financiera, a precios de mercado, como lo hacían los estibadores de Elia Kazan en La ley del silencio, pero sin violencia.
Laporta y Tebas se entenderán después de hacerse feos; no lo duden. Si vuelve Messi será la primera vez en que un jugador aporta patrocinios y publicidad antes de llevárselo crudo. Tebas dirá ¿Qué hay de lo mío? --me refiero a cumplir con el fair play financiero, solo eso-- y Laporta laporteará. Las cuentas de 2023 serán en números primos y apuesto a que los auditores serán benevolentes con la serie de Fibonacci.
Además de defenderse, el actual presidente le pisa un callo a Bartomeu por hinchar pagos a proveedores en el Barçagate y roza de espuela al bueno de Pau Molins, abogado de Sandro. El Camp Nou se cae a trozos. Jugaremos en Montjuïc; volverá la mítica del filipino Samitier y de Carlos Gardel: la gente lloraba, cuando el Zorzal Criollo llegó a Barcelona cantando: Sami, portador de la nobleza/ de tu tierra la grandeza/ caballero Samitier, mientras la ciudad era un estrépito de emociones, como escribió el inolvidable cronista Sempronio (Andreu Avel.lí Artis). La foto de ambos, tomada en 1928, se guarda en el Archivo Histórico de la Nación Argentina, en Buenos Aires. Montjuïc será un remake sentimental del 92, el año de los Juegos Olímpicos y de la primera Champions del Barça. El recuerdo pervive, pero el presente se agota.