La Semana Santa pasada tuve la suerte de pasar un par de días en casa de unos amigos muy queridos en la Costa Brava, donde no faltaron los paseos junto al mar, las travesuras de nuestros hijos y las cenas con abundante queso y vino. En una de esas cenas –¿o quizás fue durante el desayuno?—, el anfitrión, que es medio francés, sacó el tema de las recientes protestas en Francia por la reforma de las pensiones y presumió de que en su país la gente se toma lo de salir a la calle mucho más en serio que aquí. A partir de ahí la conversación fue desvariando hasta llegar a las revueltas de los chalecos amarillos, a finales de 2018, cuando el Gobierno del presidente Macron anunció que subiría el impuesto de los carburantes.
“Es que siempre pagan los mismos”, observó mi amigo. Se me ocurrió replicar que a mí me parecía valiente tomar este tipo de medidas, porque a pesar de ser impopulares, ayudan a reducir las emisiones de carbono, especialmente si afectan a los vehículos diésel, que contaminan mucho. Pero mi amigo no estaba de acuerdo. Según él, todo es muy injusto, porque estas medidas acaban afectando al ciudadano de a pie, que tendrá que pagar más caro el carburante para desplazarse al trabajo o encender el tractor, mientras las grandes empresas, que son las que más contaminan, no se verán afectadas. Por otro lado, planteaba que la industria del coche eléctrico no es solo igual o incluso más contaminante que la del coche de combustible (debido sobre todo a la producción de baterías), sino que no es tan segura. Para demostrármelo, sacó el móvil del bolsillo y me enseñó un vídeo viral de origen incierto en el que se veía un coche eléctrico explotando mientras su dueño cargaba la batería en un centro de recarga. En ese momento decidí cambiar de tema. Mis conocimientos sobre la industria del automóvil son demasiado limitados como para entrar en el debate sobre la huella de carbono que deja cada uno.
En general, me resulta complicado procesar toda la información que recibimos sobre consumo de energía y sostenibilidad. Hace poco salió la noticia de que una empresa de defensa de Noruega se quejaba de que la construcción de una nueva sede de datos de la aplicación TikTok en el centro del país amenazaba con agotar la capacidad eléctrica de la región, poniendo en peligro la fabricación de armas destinadas a Ucrania. Entonces, ¿es coherente hacerse vegano para reducir la huella de carbono del ganado o apagar todas las luces de casa si estás enganchado al TikTok? ¿O si viajas todo el día en avión? ¿O si coleccionas criptomonedas?
The New York Times publicaba esta semana que una mina de bitcoins (filas de ordenadores realizando miles de millones de cálculos por segundo en busca de una combinación de números que el algoritmo de bitcoin acepte) consume al día electricidad suficiente para abastecer a unos 6.500 hogares. Según la investigación del The New York Times, en Estados Unidos hay 34 operaciones a gran escala de este tipo, la mayoría en Texas, todas ellas ejerciendo una inmensa presión sobre la red eléctrica, los precios de las facturas de la electricidad y la contaminación por carbono de la zona, cuyos habitantes no se benefician en nada de las criptomonedas.
Yo misma me siento incoherente cuando, a pesar de esforzarme por reciclar y consumir más producto local, voy siempre en coche a Barcelona, en lugar de utilizar el transporte público. ¿Se sentirán igual de incoherentes los dueños de un despacho de arquitectura que presume de ser de izquierdas y de levantar edificaciones sostenibles, cuando aceptan encargos para construir rascacielos o palacetes en Arabia Saudí? Supongo que cada uno hace lo que puede.