El colectivo médico-sanitario debe de estar perplejo. Tiene que estar perplejo. Me imagino a una doctora, a una enfermera, cuando acaba su horario laboral, colgando de la percha la bata blanca y quedándose un momento en el despacho, tratando de entender qué rayos está pasando y qué demonios está haciendo, y dónde está de verdad.
Lo mismo que se la idolatra, la linchan. Mientras los profesionales como ella curan y cuidan a los enfermos y se esfuerzan en que no se vayan al otro barrio, son celebrados y simultáneamente linchados.
Llevan años sometidos a un régimen de estrés imponente, y del mismo modo que reciben reconocimiento, al menor descuido reciben gritos y agresiones.
La gente está nerviosa, ansiosa, harta de esperas y de colas. Focaliza su frustración en la primera figura que pasa vestida con bata blanca. La agresividad se suelta sola.
–¡Por qué no atendéis ya a mi papá, hijos de putaaaaa! ¡Que te pego, leche!
Hubo una época, no hace tanto tiempo, durante el confinamiento –sólo hace dos años y pico–, en que era costumbre que a media tarde la gente saliese simultáneamente a los balcones y aplaudiese durante unos minutos: una salva de aplausos en reconocimiento a los médicos y enfermeros que, mientras todos los demás nos quedábamos espantados en casa, seguían acudiendo a los ambulatorios, hospitales y clínicas, arriesgando la vida para paliar el desastre.
Cómo recuerdo aquellos tiempos. Asistí en un hospital a escenas dantescas. Iban y venían doctores y enfermeros impertérritos, trabajando sin descanso y como si tal cosa, aunque supongo que con el corazón encogido. Los enfermos que se sabían condenados no se lamentaban. Eran admirables. Mi idea de la humanidad mejoró sensiblemente.
En cuanto a los aplausos, siempre pensé –lamento pensarlo, lamento decirlo– que en realidad, en el fondo, no tenían valor, porque no costaban nada. La gente en realidad se aplaudía a sí misma. Por una parte la cita en los balcones a las siete de la tarde (¿o era a las ocho? Ya no me acuerdo) era un bienvenido entretenimiento que rompía la rutina cotidiana del confinamiento; y, por otra, no se aplaudía tanto al médico sacrificado, a la enfermera abnegada que se jugaba la salud y la vida, cuanto al reflejo especular, simpático, social, de cada uno manifestándose, agradecido, gratuitamente. Aquellos aplausos eran como gritar: “¡Soy bueno, soy bueno!”. Y lo reiteraban poniendo en el tocadiscos la canción Sobreviviré.
En cuanto pasó el peligro pasó la gratitud y se empezó a pasar cuentas, a acosar e insultar a los facultativos.
Entonces, en los ambulatorios, en los servicios de urgencias de los hospitales de personal diezmado por los recortes presupuestarios, empezaron a multiplicarse las agresiones contra los médicos y enfermeros a los que poco antes se aplaudía desde los balcones. La impaciencia, la irritación, quizá la angustia de los parientes de enfermos que no estaban atendidos con la suficiente solicitud y presteza desembocaba con demasiada frecuencia en gritos, insultos, o incluso golpes y puñetazos al facultativo de turno.
Los insultos, vejaciones, amenazas, coacciones y lesiones al personal hospitalario batieron un récord en el año 2022, con un aumento de casi el 40% respecto al año anterior; tanto es así que se habla ya de la conveniencia de un cambio en el Código Penal para imponer castigos más severos a quienes hostiguen al personal hospitalario.
¿Pero esto qué es, cómo es posible, por qué sucede? La gente está estresada, indignada, histérica, algunos han perdido el sentido del respeto y saltan a la violencia, precisamente contra el colectivo que trata de cuidar su salud.
Lo que, desde luego, no esperábamos, era que entre los hostigadores del personal hospitalario, entre los vejadores y agresores, figurasen el Gobierno erco de la Generalitat –representado por el fanático conseller Manel Balcells i Díaz–, y el sindicato UGT, representado por un Torquemada de entresuelo llamado Enric Juvé Tormo, audaz acosador de enfermeras para averiguar si sueñan en catalán o –¡horresco referens!– en español.