Permítanme, sin que ello siente precedente, que a un par de días del aniversario de la proclamación de la Segunda República les cuente una vivencia personal. Sí, una batallita de poca monta de la que se pueden extraer algunas conclusiones. Todo ocurrió una soleada mañana de abril del 2011. Tres son los protagonistas principales de la historia que les quiero narrar; a saber: Carles Puigdemont, la bandera tricolor de la República y el que suscribe estas líneas. Un servidor de ustedes intervenía en el plenario del Parlament de Cataluña en defensa de una moción socialista sobre las relaciones del Govern de la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona. En un día tan señalado como el 14 de abril lucía en la solapa de mi americana un pin con la bandera republicana. Pocas horas antes había acompañado a un grupo de supervivientes de la Quinta del Biberón’ a depositar su tradicional ofrenda floral. Anualmente el acto tenía lugar a los pies de un monumento ubicado en los aledaños de la cámara catalana.

Carles Puigdemont, en aquella época diputado de relleno y alcaldable por Girona, aprovechó la ocasión para criticar malévolamente, vía Twitter, que portaba en el ojal de mi chaqueta una bandera española. Ni que decir tiene que la observación del convergente contenía ese toque de guasa hispanófoba y perversa que proyectan, incluso en nuestros días, sus correligionarios. Pienso, por ejemplo, en el numerito del mástil con la rojigualda desplazado por Míriam Nogueras en una rueda de prensa madrileña. Pues bien, nada más bajar del atril mis colegas del grupo parlamentario me contaron irritados la heroica hazaña del chico de Amer.

Concluida la sesión parlamentaria, al filo del mediodía, en el pasillo que comunica el bar con la biblioteca, me topé de cara con el desconsiderado tuitero. Le abordé con enfado contenido. Con voz firme, clara, potente y algo escandalosa, le recordé que por defender aquella bandera ‘española’ murieron muchos catalanes. Carles Puigdemont se achantó, se ocultó en el maletero de su silencio y partió raudo hacia el bar. Si lo que pasa en Las Vegas suele quedarse en Las Vegas, lo que sucede en el Parlament de Cataluña siempre se acaba sabiendo. El periodista Quico Sallés dio cuenta de ello en un diario digital. Narrarlo de nuevo hoy no tiene otro objetivo que poner de manifiesto el runrún sectario que subyace en el pensamiento del dirigente de Junts.

Pasan los años. Cada 14 de abril recordamos, de una u otra forma, la proclamación de la Segunda República Española. Ondean banderas tricolores, se celebran actos conmemorativos, leemos reportajes y artículos sobre aquel evento y aparecen novedades editoriales. Los ideales y los valores republicanos estan ahí, sobreviven con toda su dimensión doctrinal por encima de las diferentes formas de gobierno.

De vuelta al presente, metidos en harina pseudorrepublicana, no deja de ser penoso que desde Waterloo nos sigan llegando noticias acerca de la esperpéntica remodelación del Consell de la República Catalana para ‘encarar el último cuarto de legislatura’. Patético y absurdo. El pensador inglés, asociado al ideario republicano clásico, James Harrington, escribió en 1656 su famosa obra ‘La República de Oceana’, una utopía llena de sugerencias cuya lectura recomendó Karl Marx a sus contemporáneos y que harían bien en leer los seguidores de Carles Puigdemont. Mejor ilustrarse que seguir hostigando al personal vía TV3 o Twitter ridiculizando banderas, pins, acentos o vírgenes del Rocío.