España es el país de la peineta vergonzosa y la moción de censura deshidratada. Se asienta en una península maravillosa –y en un par de archipiélagos— donde las izquierdas riñen sin cesar, las derechas hacen negocios y algunos magnates del mundillo audiovisual ensucian la política. Es una plurinación de honda tradición católica con la Semana Santa menos santa de todas las semanas santas. Es un pedacito de la vieja Europa en el que abundan héroes y villanos, líderes de la oposición metepatas empedernidos, presidentas viperinas vestidas de chulapas y jueces enojados. A este país no le falta de nada. En su periferia habitan patrioteros calimeros, damas de anchas enaguas aficionadas a los trapis y buscones de tres al cuarto. Por la cloacas del Estado circulan siluros con boina y fonoteca a disposición del mejor postor. Allende sus fronteras reside una tribu de irredentos independentistas fatigados de tanto devorar chocolate belga, eméritos camuflados entre ardientes dunas y princesas en modo Erasmus. Aquí el cincel y la maza intentan darle caña al Yunque, los árbitros del deporte rey cobran arbitrios, y afloran los abusos sexuales cometidos en un pasado no muy lejano. Pocos hombres de negro y púrpura piden, arrepentidos, perdón por sus perversiones. Aprendemos de niños las cuatro reglas de la aritmética, pero practicamos con mayor asiduidad las de restar y dividir. Sumar y multiplicar –quizás por aquello de la memoria histórica— no se nos dan demasiado bien. El género de ida y vuelta provoca una batalla entre feministas mientras las manadas vuelven a pastar libremente por las dehesas. En nuestra madrileña Carrera de San Jerónimo escasean los políticos reflexivos, abundan los portadores de un ego desatado y no faltan chamarileros rufianes (algunos de estos se creen ocurrentes y graciosos) buscando un golpe de efecto. El Senado ha devenido, con el paso del tiempo, la apoteosis barroca de un ritornelo sin sopranos y tenores de prestigio. En la plaza de Colón se citan banderas al viento en busca del imperio perdido. Y así vamos tirando, ocultando vergüenzas propias y ajenas, relativizando puerilidades políticas y recitando el mantra y tú más.
Blas de Otero –poeta intimista de la poesía social, de la resistencia— dice en sus versos “España camisa limpia de mi esperanza y palabra viva” y Víctor Manuel, en su archiconocida canción, sustituye limpieza por blancura. Poco importa ahora eso cuando en este país urge zurcir la camisa pristina e izar una bandera blanca. Conviene recuperar ese himno de la Transición y tararearlo de nuevo contra la mirada pesimista –pero real— que se pueda desprender de lo apuntado unas líneas más arriba.
Un país que ha sido capaz de vencer como nadie la pandemia, que se recupera económicamente a una velocidad de crucero superior a la de sus vecinos y que articula mecanismos de protección social sin precedentes, no puede permitirse el lujo de dar un espectáculo tan bananero como el de los últimos meses. Lo de Ramón Tamames, con benevolencia extrema, puede ser considerado una anécdota puntual de pésimo gusto estético y político. Cierto, pero la persistencia de un clima marrullero, descortés y cainita, tanto en los foros políticos como en los mediáticos, nos devalúa como sociedad. El ciudadano, en el mejor de los casos, se desentiende de la cosa pública; en el peor, abraza un radicalismo nihilista derrotista y nada constructivo. Quizás por todo ello, un poco harto de tanto despropósito, uno tiene la necesidad de refugiarse en los versos de Víctor Manuel y Blas de Otero. Sobre todo en aquellos que nos hablan de España para decirle: “Aquí me tienes, nadie me manda. Quererte tanto me cuesta nada”.