Esta semana hemos vivido una tremenda sacudida en el mundo económico, hasta el punto de vislumbrar una nueva crisis financiera global; primero fue la caída de Silicon Valley Bank a la que siguió el desplome de Credit Suisse. En estos pocos días transcurridos, se han dedicado muchas energías a intentar entender el porqué del desastre, con lecturas de todo tipo, desde las que señalan errores en el gobierno de los bancos a aquellas que denuncian carencias regulatorias. En cualquier caso, al margen de otras razones, resulta evidente una lamentable y coincidente forma de dirigir ambos bancos: asumir un riesgo desmesurado, orientarse al corto plazo y pagar sueldos millonarios a sus directivos.
Un episodio más de una dinámica enfermiza y recurrente, si bien lo chocante es que estas chapuzas se han dado ni más ni menos que en Suiza y Silicon Valley. Credit Suisse es uno de los bancos más emblemáticos de Suiza, país que destaca por su sistema financiero, el más sólido y estable del mundo, el refugio del dinero global, decente o fraudulento, que fluye al país helvético en busca de seguridad. Por su parte, Silicon Valley se percibe como un enclave mítico, paradigma de la revolución tecnológica, donde se mueven cifras astronómicas y se multiplican las mentes brillantes e innovadoras que diseñan el mundo que viene, el que ridiculiza viejas maneras de entender la economía y la vida en sociedad.
Sin embargo, tras tanta seguridad y disrupción, nada nuevo: mal gobierno, amago de quiebra, amenaza de riesgo sistémico y a llorar el amparo de la denostada administración pública; tanto criticar el intervencionismo público para acabar de esta manera. Lo de siempre. El único consuelo es que el desastre no viene de España, Italia o Grecia. La han liado los profetas de la seguridad y la modernidad. Genial.