En el mundo anglosajón la palabra black swan, el cisne negro, sirve para determinar todo aquello que sucede y no estaba previsto. El atentado terrorista a las torres gemelas en Nueva York, el volcán de la Palma, el maremoto en el pacífico hace 20 años, la pandemia del Covid. El mundo de los seguros vive permanentemente analizando y contemplando hipótesis de posibles sucesos, y las pólizas que emiten intentan cubrir estos riesgos y reflejar estos escenarios. La mayoría de los humanos no lo pensamos, no lo vemos factible, pero lo acabamos viviendo, padeciendo.
El Institut Cerdà creó hace unos años un observatorio de riesgos para las empresas en España. Fija en seis los grupos de riesgos prioritarios, la gestión de los recursos, (materias primeras, la energía), los económicos, los de gobernanza institucional, los medioambientales, los sociales y los tecnológicos. Empresas, y centros de análisis desarrollan también sus propias prospectivas de mercado. De sus propias amenazas de riesgos, normal y obvio. La escasez de determinados materiales, la inflación, la deuda, las inestabilidades de los diferentes niveles de gobiernos, los efectos del cambio climático, los cambios demográficos, el envejecimiento poblacional, la inmigración, las necesidades ocupacionales, la seguridad y los ataques de ciberseguridad son los riesgos más fáciles de señalar, aunque algunos sean difíciles de acotar, minimizar y transferir. Es una agenda que se resume en una palabra: complejidad. Ante este escenario, ¿no debería también el sector público empezar a gestionar sus propias agendas en relación con el vector riesgos, de forma sistemática y preventiva? ¿Son inevitables estos sucesos?
En algunos ámbitos, el sector privado y público interiorizan de forma diferente estos escenarios. El concepto de deuda y la operativa institucional, por ejemplo, se enfocan desde ópticas y perspectivas diferentes. Pero en relación con el clima, los cambios sociales y tecnológicos, las experiencias y necesidades son casi idénticas. La falta de materiales para acometer en tiempo y forma determinadas obras, o los concursos públicos desiertos por la posible desviación de costes derivados de la inflación desconocida son elementos comunes, tanto en el sector público como en el privado. La falta de agua, para el consumo humano, para las industrias, los regadíos, el camión cuba, la reutilización, el riego a precisión forman parte de la misma agenda. La erosión de las arenas de las playas, los incendios forestales y su cercanía a las urbanizaciones, el envejecimiento de la población, la gentrificación con gran impacto en muchos cascos antiguos, su abandono urbanístico y la llegada de nuevos moradores, la falta de mano de obra, las carencias digitales… representan un largo etcétera que afecta a los dos niveles mencionados.
El ámbito local es el mejor observatorio para detectar riesgos y oportunidades. La simple observación empírica de un territorio es en sí mismo un observatorio, pero carece en la mayoría de los lugares de los recursos técnicos y económicos para generar planes alternativos.
Complementar las perspectivas e informes públicos y privados en la prevención de riesgos es una necesidad obligatoria, sin alarmismos, pero si con realismo y pedagogía para actuar de forma preventiva y reducir los riesgos. Si las compañías de seguros, como hemos citado, son tan capaces de valorar todos los riesgos posibles existentes ¿pueden las entidades públicas prever aquello que es factible, aunque no necesariamente vaya a ocurrir y disponer de partidas presupuestarias idóneas para reaccionar? La gestión de riesgos puede pronto ser una tarea en los organigramas públicos que vaya consolidando una tarea transversal.