Los sucesos de Sallent, con dos hermanas gemelas de 12 años arrojándose al vacío agarradas de la mano, reflejan de forma trágica y paradigmática el gravisimo problema de salud mental que nos azota, especialmente a los más jóvenes. Una noticia que coincidía, el mismo día, con dos no menos alarmantes.
Una encuesta a cerca de 300.000 niños y adolescentes, señalaba que uno de cada tres ha tenido pensamientos suicidas, uno de cada cuatro se ha autolesionado y casi la mitad manifiesta problemas para dormir. A su vez, se sabía de la dimisión del equipo directivo de un instituto de enseñanza valenciano, incapaz de gestionar los casos de salud mental de sus alumnos.
Desde hace tiempo, ya previa la pandemia, todo señalaba que el equilibrio psíquico de nuestros niños y adolescentes se resquebrajaba. Dado que las razones vienen de lejos, aunque el malestar haya explosionado con toda crudeza a raíz del confinamiento y las restricciones sociales, la recuperación de la normalidad postpandemia no arreglará por sí solo el asunto. Por contra, los expertos clínicos consideran que la problemática se agravará.
Ante ello, se reclaman más recursos públicos para atender a los afectados. Pero la vía terapéutica, siendo indispensable, va a resultar insuficiente para reconducir la epidemia psicológica, por lo que hay que compaginarla con políticas de prevención. Pero, a diferencia de la gran mayoría de enfermedades fisiológicas, las que nos ocupan son muy difíciles de prevenir, pues responden a dinámicas de extraordinaria complejidad.
Así, el malestar de muchos de nuestros niños y jóvenes se sustenta en el desarraigo, en una vida sin referencias familiares o sociales estables; en la exigencia, especialmente para las chicas adolescentes, de responder a unos parámetros de simpatía y atractivo físico; en la aceleración y deshumanización de lo digital; o en la fractura social y la desesperanza de sus adultos cercanos. No es de extrañar que, ante todo ello, tantos jóvenes rechacen, aún de manera confusa e inconsciente, el mundo que les ha tocado vivir.
Este drama tan áspero y cercano debería servir para cuestionarnos qué ha ido mal cuando el discurso dominante, hasta fechas recientes, aseveraba que digitalización y globalización nos encaminaban a un mundo mejor. Me parece que es mucho pedir.