En este mundo global, las ocurrencias llegan desde los lugares más insospechados. ¡Como si no tuviésemos bastante con las propias! Una de las últimas y más llamativas es la propuesta de la candidata republicana a las presidenciales, Nikki Haley, de someter a pruebas de capacidad mental a los políticos mayores de 75 años. Si los comunes hacen suya la idea, cosa que no creo viniendo la cosa de quien viene, pondrían en un brete las elecciones municipales.
Peor aún: si cunde el ejemplo, podríamos llegar a que se reclame una prueba de aptitud a todos los políticos para ejercer cualquier cargo público, saber si son capaces de gestionar el interés general o tienden a perder el tiempo en chorradas. El desbarajuste podría ser descomunal y caldo de cultivo adecuado para cuantos cuestionan el papel de la democracia. Eso sí, supondría una carga de trabajo mayúsculo para psicólogos, sociólogos, politólogos, neurólogos, abogados… y toda clase de profesionales.
Sería una forma como otra cualquiera de perder el tiempo y desviar la atención de los asuntos mollares de la realidad. Lo venimos observando en los últimos tiempos, con un carrusel mareante de leyes y reformas de leyes: desde la del “si es si” hasta la llamada “trans”. Por el camino parece haber pasado desapercibida la de “bienestar animal” que obliga a hacer un curso de formación a quienes tengan o deseen tener un perro y prohibirá la posesión de especies como hámsteres, tortugas o periquitos y no digamos ya cotorras. El texto aprobado por el Congreso resulta un peñazo en el que quedan cosas por definir, incluido un Consejo Estatal de Protección Animal que, a vista de pájaro, se perfila como un inmenso parlamento que se supone asumirá, entre otras, la responsabilidad de elaborar un “listado positivo” de mascotas.
Para un observador neutral, aunque sea un alienígena llegado en globo, puede dar la impresión de que las dos partes del Gobierno se hubiesen dividido la legislatura: una primera para PSOE y otra final para Podemos que marca ahora la agenda sin que Su Sanchidad el Presidente ponga orden y firmes a sus ministros y ministras. Quizá sea que estamos en tiempos de carnavales y el miércoles empieza la Cuaresma, época de reflexión y penitencia durante cuarenta días que se asocian con el color morado de Podemos. Tal vez lo más adecuado ante lo que nos rodea sería cerrar o tapar ojos y oídos para creernos aislados e invisibles. La forma más absurda de abordar un problema es negar su existencia e ignorar que el horizonte es lo que no se puede alcanzar.
Lo que prevalece es un populismo que en el caso del bienestar animal y algunos otros se traduce en buscar medidas enrevesadas para asuntos banales, aunque lo típico sea proponer soluciones lo más simplonas posibles para problemas complejos. Pero el populismo es también un rechazo de la diversidad con una voluntad implícita representar con exclusividad al pueblo y sus intereses. Entraña una actitud anti-pluralista que se traduce en un intento de monopolio moral de la representación. En definitiva: imponer los valores y criterios propios al resto de los ciudadanos, al tiempo que se mira incluso con odio a los adversarios. De alguna forma, el comportamiento municipal en Barcelona o el de los indepes responde a un tic autoritario a partir del liderazgo de alguien que se cree en posesión de la verdad y la razón, mientras lo jalean los más cercanos.
Llevamos una temporada en que desde las instancias de poder se proclama la crítica a las élites, dicho así en general, aunque se personalice en algunas ocasiones. Se pone a parir a estamentos diversos, desde empresarios hasta magistrados, culpándoles de todos los males. El caso es que en el saco de las élites acaba metiéndose a todo aquel que discrepa o no vota el partido propio, mientras se despliega un sentimiento de rechazo a todos ellos.
Ada Colau fue una gran precursora; ya dijo en 2015, en su primera campaña electoral, que “la élite política y económica que nos gobierna es una mafia organizada” y más reciente es su afirmación de que las quejas y rechazo que puede haber sobre las superilles es una reacción de “algunas élites” que no estaban acostumbradas a que el Ayuntamiento actuase sin su permiso, particularmente en el Eixample que concentra el 16% de la población de la ciudad. El caso es que, como todo se pega menos la hermosura, a Pedro Sánchez le ha dado por agitar a sus masas con expresiones como “hay un festín para los de arriba” y a atizar al PP con un “defienden a las élites a las que sirven”.
Por esta vía, criticando a las élites de forma genérica, el resto de representantes de los ciudadanos, los que “no son de los nuestros”, se moverían en un pantanoso espacio de ilegitimidad. Los populistas tienen una gran capacidad para encontrar siempre nuevos enemigos, con lo que sería de agradecer que se nos brindase, aunque solo fuera para aclararnos, un listado al estilo del de las mascotas especificando quién es o no miembro de una élite. O, en su defecto, una aproximación a la aptitud de las personas elegidas para desarrollar determinadas actividades o funciones, su idoneidad y habilidades, siguiendo la estela de la ocurrencia de Nikki Haley. Salvo que estemos, sin saberlo, instalados en esa máxima sectaria de “todo para mis amigos; para mis enemigos, la ley”.