El martes pasado se produjo un terrible terremoto en la zona, ya tan maltratada por la guerra, entre Siria y Turquía. Parece que aquel confín es proclive a estos cataclismos. Puesto que las autoridades anunciaron que había 4.000 muertos, inmediatamente supimos todos que el recuento final arrojaría 20 o 30.000 víctimas, como siempre pasa en países autocráticos como esos, donde la autoridad miente por defecto, por su propia naturaleza, no puede evitarlo, no puede hacer otra cosa, mentir está en su naturaleza. Hay supervivientes entre las ruinas cuyas llamadas de socorro se oyen, cada día más tenues, pero nadie puede ayudarles, pues la organización de rescate es caótica y tercermundista, y todo acaba en silencio.
Una catástrofe parecida en Lisboa le sirvió a Voltaire para reírse de Leibnitz y su presunción, o deducción –partiendo del a priori de la infinita bondad del creador, que solo podía querer lo mejor para sus criaturas— de que vivimos “en el mejor de los mundos posibles”. En aquellos tiempos (1775: 100.000 muertos), aunque a nuestros antepasados no les faltase precisamente imaginación, la ausencia de imágenes veraces y de testimonios directos supongo que incitaba a pensar en estos acontecimientos lúgubres desde una sentimentalidad más abstracta que ahora, cuando las pantallas nos arrojan a la cara los hechos y los datos de la tragedia de nuestros hermanos.
En el mejor de los mundos posibles no sé si vivimos, pero seguramente en el más complejo e inabarcable, sí. Es lo de Serrat con fatalismo lánguido, en una de sus canciones menorquinas:
Cremant núvols passa el sol,
i tu i jo cardant a l'hora
que en altres contrades plou
i una altra part del món plora.
Uns de festa, altres de dol.
Uns lluiten, d'altres s'abracen.
Cremant núvols passa el sol,
cremant núvols el sol passa.
Es la sensualidad zen, la lucidez serena del epicúreo, expuesta en una cancioncilla. El martes, en el mismo día del terremoto y su tragedia pavorosa –y mientras en Ucrania seguían los combates con sus consecuencias horrendas—, yo me partía de risa con una amiga, nos divertían muchísimo las caras de aburrimiento angustiado, desconsolado, de Ben Affleck durante la ceremonia de entrega de los premios Grammy, adonde fue para acompañar a su esposa, la superchoni Jennifer Lopez.
A Ben en la famosa ceremonia se le veía francamente aburrido, aburrido hasta el punto extremo del franco desconsuelo. Los internautas de todo el mundo hicieron a su costa gran número de memes y rescataron del archivo numerosas fotografías en que se ve a Ben hastiado, abrumado por el tedio hasta la angustia, tratando de respirar, de disfrutar a solas de un cigarrillo, anhelando evadirse siquiera unos segundos del ruido insoportable y de la necedad clamorosa de la vida doméstica, de las ceremonias grotescas del lujo hortera y de la trampa del mundo en general.
Digo yo que para aburrirse así, para sufrir tanto de aburrimiento, algo hay que tener en la mollera, no cualquier cabeza de chorlito siente el absurdo como una agresión al yo tan evidentemente dolorosa y metafísica. Ben Affleck es actor, es guionista, es director y productor, en fin, es cineasta completo, no tiene un pelo de tonto y muy probablemente tenga vida interior (como Borjamari y Pocholo en la obra maestra de Cavestany), y esa vida interior le permite entender muchas cosas, pero también le hace sensible y, por consiguiente, vulnerable.
Siria, Ucrania… Los Ángeles. Sería frívolo y obsceno sugerir que son comparables los padecimientos de unos y otros. Solo que me extraña que sean simultáneos, bajo el sol que pasa, quemando nubes…
En cuanto a Ben, diré que es imposible escapar del conocimiento abismal. Ahí lo tiene usted: bien vestido, bien alimentado, a salvo, invitado a una fiesta muy exclusiva… Si tuviera otro carácter, bien podría saltar sobre la mesa y gritar “¡Lo conseguí, mami! ¡En la cima del mundo”, como James Cagney en Al rojo vivo. Pero no está ni siquiera, como Otis Redding, “sentado en el muelle de la bahía, viendo los barcos alejarse”. No, él sufre como un perro, agoniza de acedia. ¡Pobre! ¡Qué humanísimo!