Normalmente, las sentencias judiciales contentan a una parte y disgustan a la otra. Sin embargo, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sobre el caso Lluís Puig (y, por extensión, de Carles Puigdemont y Toni Comín) debe ser una de las pocas de la historia que gusta a las dos partes, como ha escrito Xavier Melero, uno de los abogados defensores en el juicio del procés.
¿Por qué gusta a las dos partes? Muy sencillo: porque la sentencia es compleja, está llena de matices, y, sobre todo, porque cada parte solo destaca lo que le interesa, en especial el bando independentista. En el caso de los medios que intentan ser más objetivos, se destaca que el TJUE da la razón al juez instructor Pablo Llarena en que la justicia belga no podía negarse a ejecutar la euroorden con el argumento de que el Tribunal Supremo español no era competente para lanzarla, pero se recogen también las condiciones que fija el TJUE para poder denegarla. En el caso de los medios independentistas, solo se mencionan las excepciones que presuntamente les favorecen y no hay ni rastro del rechazo a que Bélgica cuestione la competencia del Supremo español.
La sentencia, de todas formas, es clara en lo fundamental y fija unas condiciones para una entrega de los reclamados que deberán probarse en profundidad y con detalle para que sean efectivas. Esta es la batalla judicial que ahora se inicia y que llevará tiempo porque la resolución del caso dependerá también de otra sentencia, la que tiene que dictar el Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) sobre la inmunidad de los europarlamentarios independentistas catalanes.
En primer lugar, la sentencia del TJUE respalda a Llarena al afirmar que la justicia belga no puede denegar la euroorden basándose en que el Supremo español no es competente y menos sin aportar las razones en las que se demuestra la supuesta incompetencia. El único motivo por el que se podría negar la euroorden es si se comprueba que en España hay “deficiencias sistémicas o generalizadas que afectan a su sistema judicial o que afectan a la tutela judicial de un grupo objetivamente identificable de personas” y que “el órgano jurisdiccional que habrá de enjuiciar a la persona buscada en dicho Estado miembro es manifiestamente incompetente para ello”.
Sobre la competencia del Supremo, los independentistas destacan un párrafo de la sentencia que dice: “En particular, no puede considerarse un tribunal establecido por la ley un tribunal supremo nacional que resuelva en primera y última instancia sobre un asunto penal sin disponer de una base legal expresa que le confiera competencia para enjuiciar a la totalidad de los encausados”. Denuncian que solo fueron juzgados por una instancia y no por dos, como es habitual, pero el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos admiten la excepción si ese tribunal es la última instancia de la jerarquía, como ocurre con el Supremo.
En cuanto a la excepción de negarse a emitir la euroorden cuando haya “razones fundadas” de vulneración de derechos fundamentales “a un proceso equitativo”, en caso de que la persona reclamada sea entregada a España, debe ser constatada objetivamente con una serie de parámetros. Hay que comprobar que existen “deficiencias sistémicas o generalizadas” en el Estado que emite la euroorden (España) o deficiencias “que afecten a la tutela judicial de un grupo objetivamente identificable de personas al que pertenezca el interesado”.
En una vista anterior en el TJUE, celebrada en abril pasado, el abogado de la Comisión Europea ya descartó que existieran estas deficiencias. La justicia belga tendrá trabajo para probar las deficiencias, igual que para incluir al independentismo en el concepto de “grupo objetivamente identificable”. Puigdemont afirma que los independentistas son ese grupo identificable al que el Estado persigue por “razones estrictamente políticas” cuando resulta que el independentismo lleva una década gobernando Cataluña y en los últimos años colabora incluso en la gobernabilidad de España.
La “persecución” no es, pues, por las ideas políticas, sino por los actos cometidos por determinadas personas. El “grupo objetivamente identificable”, nuevo tótem del independentismo, encaja más bien, en el caso de Hungría o Polonia, por ejemplo, en el colectivo LGTBI, que sí que es perseguido por su mera existencia.
Otro agarradero para la “gran victoria” proclamada por el independentismo es el hecho de que el TJUE admite que el informe del grupo de trabajo de Naciones Unidas sobre detenciones arbitrarias, que denunció violaciones de derechos fundamentales en España, puede tenerse en cuenta en el examen de las “deficiencias sistémicas o generalizadas”. Pero el TJUE lo acepta como un elemento más, que no es vinculante y no puede justificar por sí solo el rechazo a la euroorden, matiz que los medios independentistas ocultan.
Los independentistas debían estar muy temerosos de lo que podía ser la sentencia, a la vista de su alborozo por un fallo que deja abierta la puerta a proseguir la batalla jurídica, pero que en absoluto afirma que España no sea un Estado de derecho ni que el independentismo sea perseguido en un Estado organizado en comunidades autónomas ni que vayan a ser rechazadas con seguridad las nuevas euroórdenes.