La Cibeles de Madrid fue la tumba de la Revolución Gloriosa de Prim y el balcón de la tricolor republicana en el 31, de la misma forma que la Concorde de París ubicó la guillotina del fanático Robespierre y recibe, en las citas electorales de hoy, el eco de la Marsellesa, en la versión bizarra de Marine Le Pen. Las piedras permanecen; los símbolos solo las cubren, pero no las modifican.
Pensando precisamente en la fuerza pétrea del engranaje constitucional, el ministro de Universidades, Joan Subirats, manifiesta que la mesa de diálogo debe acabar desembocando en un tipo de consulta pactada, descartando un referéndum de autodeterminación. Daniel Inneraty le acompaña: “Es mejor pactar un acuerdo que votar un referéndum”; pero Lacalle le advierte: “Europa necesita grandes acuerdos entre los partidos políticos que erradiquen todo lo que mine su unidad”. Si Sánchez no se opone a esta última versión de la consulta, Vox montará un nuevo carajal y tratará de sacar un rédito electoral inmediato, detrayéndole al PP una parte del voto vacilante. Subirats ha sido el último en sacar al genio de la lámpara: desata el fantasma de la consulta y le pega un cachete virtual al jefe de Gobierno que impacta en el mentón de Feijóo. La inteligencia reptiliana de Moncloa puede con todo.
La teatralidad de la política española es tan extrema que jamás acepta manifestarse como un síntoma. Bajo el dintel de la España rota, el PSOE alardea de versatilidad, Podemos se acerca al precipicio, Vox se extralimita y el PP pierde la batalla del centro, recién iniciada. El maquillaje de Borja Sémper se pone a prueba. Si el portavoz electoral de Génova mantiene el perfil bajo, la tormenta durará dos días y Vox se cocerá un poco más en su propia salsa. Si es Cuca Gamarra la que se ata los machos, crecerá el sembrado electoral de la extrema derecha. Pero lo mejor está por llegar: la número dos factual del partido conservador, Díaz Ayuso, nombrada ayer Alumna Ilustre de la Complutense, contiene la respiración desde que Feijóo le prohibió participar en la manifestación en Cibeles contra Sánchez del pasado sábado. Feijóo tampoco estaba por puro temor agorafóbico. Se recluyó en el oratorio de San Felipe Neri, sede de las Cortes de Cádiz, para anunciar sus 60 propuestas y pedir que prevalezca la lista más votada. Lo que apunta el líder de la oposición supondría cavar trincheras en los fundamentos de la potestad legislativa de las Cortes. ¿Qui prodest? ¿A quién beneficiaría?
La gente quiere compromiso, no especulaciones. Están en juego un millón de votos, los mismos que harán presidente a Sánchez o a Feijóo; el millón de ciudadanos que viajarán al centro derecha o se quedarán en el centro izquierda en las municipales de mayo. Los mismos votos que, dentro de 10 meses, decantarán la balanza en las generales. Feijóo atraviesa un vivo sin vivir en mí; es un líder alfeñique, sin la retranca de Mariano Rajoy.
Bajo la presión del populismo, los adoquines y las plazas están desplazando a las cámaras legislativas. Las tornas han cambiado: la derecha vive frente a los monumentos, piedras inmutables, mientras la izquierda institucionaliza sus combates; justo lo que ha hecho Subirats al hablar de consulta, protegido por el paraguas constitucional que niega el referéndum de autodeterminación. Y sin embargo, ha abierto de nuevo la caja de los truenos, que comparte con el PSC. Es el cuento de nunca acabar: una consulta, aunque no determinante, socavaría los cimientos de un Estado puesto a prueba por sucesivas crisis, salvadas por los Presupuestos generales de un Gobierno cuyo presidente ha reforzado el papel de España en la UE. La experiencia demuestra que el fuego amigo no debilita al Gobierno, pero Moncloa vive en el alambre, mientras se va acercando el examen final: un millón de votos.