Una de las cosas que más me gustan del mundo es pasear sin rumbo por una ciudad. Como desde hace unos años ya no viajo casi nunca, la ciudad en cuestión es siempre Barcelona, pero no me importa repetir, porque esos 20 minutos que me autorregalo para deambular por sus calles antes de que empiece mi clase de yoga, de quedar con un amigo para comer o de llamar al timbre del dentista, siguen siendo igual de útiles para evadirme pensando en mis cosas, para descubrir alguna tienda o rincón desconocido, fijarme en lo bien que visten esas dos turistas japonesas que acaban de salir de La Pedrera, en cómo baila un grupo de senegaleses reunidos al atardecer alrededor de una farola del paseo Lluís Companys, para mirar con envidia las caras de felicidad de los adolescentes sentados en la ruidosa terraza del 100 Montaditos de la plaza Urquinaona tomando Fanta y patatas fritas.
Sí, me gusta contemplar a la humanidad mientras paseo sin rumbo, quizás porque ahora vivo en un pueblo pequeño y silencioso, donde es difícil cruzarse con alguien, a excepción de las horas de salida del colegio, quizás porque llevo haciéndolo toda mi vida. Recuerdo perderme por los hutongs de Pekín en primavera, cuando el viento del desierto se lleva la polución y lo cubre todo de arena y de la pelusilla blanca que sueltan los sauces, o de los largos paseos que nos pegábamos mi amigo Francesco y yo el año que estuve haciendo prácticas en un museo de Nueva York (2005). Francesco, un italiano de buena familia que trabajaba en banca de inversión por deseo de su padre, pero que en realidad odiaba las finanzas, estaba encantado de acompañarme en mis sábados de descubrimiento, como bautizamos nuestras incursiones sabatinas para explorar una parte desconocida de la ciudad: el barrio griego de Queens, el de los ultraortodoxos judíos de Williambsburg, el de los dominicanos de Harlem… Al llegar a casa escribía e-mails larguísimos a mis padres o a mi pareja de entonces para contarles lo que había visto (y comido) ese día: mujeres judías con peluca en el supermercado, burritos chorreantes de salsa, abogados con carteles griegos en la puerta, un bufet asiático gigante (All You Can Eat) en una zona de almacenes de bricolaje de New Jersey…
Resulta que mi hábito de vagar –lo que los franceses llaman ser un flanêur— tiene ventajas fenomenales para la salud, según dos nuevos estudios llevados a cabo por la Universidad de Nueva York y citados esta semana en The Wall Steet Journal. Ambos estudios se basaron en cruzar datos de GPS de los participantes con índices de felicidad. Para el primero, publicado en la revista Nature Neuroscience en 2020, un centenar de personas de Nueva York y Miami accedieron a compartir los datos GPS de sus teléfonos móviles durante tres meses, y puntuaron regularmente su estado de ánimo en una aplicación. Los investigadores analizaron los datos del GPS con una medida que bautizaron como "entropía de la itinerancia", que tiene en cuenta lo nuevos, variados e inesperados que son los lugares donde uno se encuentra, y la compararon con las calificaciones del estado de ánimo. A mayor entropía de la itinerancia, mayor bienestar. Es más, el grado de deambulación en un día determinado predecía el grado de felicidad posterior, pero no viceversa. La conclusión, por tanto, parece ser que no solo cuando eres feliz vagas más, sino que vagar te hace más feliz.
Por otro lado, el estudio analizó también los datos del censo y confirmó que deambular llevaba a la gente a distintos tipos de barrios, ricos o pobres, inmigrantes, etcétera, demostrando que el “deambular social” era lo que realmente predecía la felicidad, más allá del simple deambular físico. Lo que no ponía en ninguna parte era si vagar con el móvil en la mano también puede considerarse vagar. Diría que no.