Desde los indultos hasta hoy, con la eliminación del delito de sedición y los cambios en el de malversación, el independentismo como fenómeno político y mediático está atravesando una etapa desconcertante. Entre los mismos implicados en las negociaciones de la mesa del diálogo hay percepciones distintas sobre el pasado, el presente y el mañana del proyecto separatista. La parte gubernamental española dice haber alcanzado su objetivo de desinflamar Cataluña y, por tanto, se atreve a dar por finiquitado el procés; la otra parte –el socio parlamentario republicanista— afirma que tan solo queda por cerrar el acuerdo para convocar un referéndum para y por la independencia, y vuelta a empezar. ¿A quién creemos? Visto lo sucedido y reivindicado desde hace ya casi un siglo, los segundos no se han salido aún del guion.
Las respectivas oposiciones a ambas partes insisten en deslegitimar a los actuales gobiernos central y autonómico. Los populares aseguran que los agentes políticos del procés tienen intervenido al Gobierno de Sánchez. Después de abandonar el Govern, los ultras de Junts aseguran ser la flama del Canigó, y qué mejor ejemplo que la manifestación del 19 de enero para mostrar a los invasores franceses y españoles que el procés sigue vivo: ¡Oh, i tant!
Como sucedía siglos atrás, cuando se lanzaba el grito ¡el rey ha muerto, viva el rey!, Cataluña atraviesa un interregno. Algunos afirman que ha llegado el momento de certificar el fin del procés, según otros es la ocasión de vitorearlo para recordar su significado y renovar su fidelidad al proyecto independentista. Quizás lo que confunde a unos y otros, en sus correspondientes análisis y anhelos, es la evidente desmovilización de la masa separatista.
Es un error establecer un nexo directo entre el desvanecimiento de la otrora ruidosa presencia callejera y el descenso de manifestaciones de la gran minoría independentista. ¿Qué hubiera ocurrido si la legión de encausados por malversación hubiera acabado en la cárcel? Algunos creen que se hubiese reactivado el procés. Luego, muerto no está, es posible que esté agonizando, o quizás que esté en coma inducido. Pero ¿quiénes tienen el control de esa sedación? La próxima cumbre franco-española, que se celebrará en Barcelona el próximo 19 de enero, puede ser una magnífica ocasión para conocer cuál es la capacidad de convocatoria del separatismo, cuál es su nivel de conciencia, cómo se mueve, cuál es la fuerza de su voz o cuál es su nivel de desesperación.
Tampoco sabemos si tendrá consecuencias electorales el enorme regalo de Sánchez a su socio parlamentario con los citados cambios legislativos en favor de la amnistía. No parece que el fin del arte sanchista de gobernar sea perpetuarse en el poder, sino la rentabilidad inmediata de su proyecto político de futuro, que quizás no alcance más allá del 20 de enero. Las elecciones municipales y autonómicas de mayo están aún lejos, y la presidencia española del Consejo de la Unión Europea en el segundo semestre de este año aún más. Paso a paso. Y sea cual sea el resultado, nadie podrá afirmar aún que el movimiento independentista haya acabado. Y si el problema es la denominación, tan solo necesitan a añadir a procés el siguiente número regnal y, como en la sucesión de reyes homónimos y el vasallaje de sus súbditos, todo continuará casi igual.