Ninguno va a decirlo abiertamente, pero todos los gobernantes del mundo sin excepción, especialmente los democráticos, anhelan en su fuero interno un poder tan omnímodo como el que durante siglos se ha ejercido –y se ejerce– en la Santa Sede, desde donde, según la ortodoxia, se dirige la iglesia por el designio sagrado de Dios. El anacronismo secular del Vaticano, un Estado que no distingue uno de los preceptos evangélicos a partir del cual se ha asentado una de las ideas más fecundas de la modernidad cultural –“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”–, supone, al tiempo que una extraña anomalía en el ámbito occidental, un teatro exacto sobre cuál es la verdadera esencia del poder terrestre, aquel que acostumbra a apelar al más allá para justificar su hegemonía en el más acá.
El Papa ocupa la cúspide de una monarquía absolutista cuyo soberano único se elige por votación entre un cuerpo electoral previamente seleccionado desde el trono. Los católicos no eligen a su pastor. Lo hacen los cardenales. Un optimista ciego sostendría –temerariamente– que estamos ante el primer embrión de la democracia representativa, pero lo cierto es que, al quedar el voto limitado a una minoría seleccionada por cooptación, como todavía sucede en determinadas universidades, la designación del rey de la Iglesia –ritualizada en el cónclave que reúne a aquellos de sus príncipes que no han cumplido los ochenta años, con la posterior fumata blanca– se asemeja a un refrendo más que a una elección universal.
La iglesia –también es sabido– está dirigida por una gerontocracia cuyo monarca concentra en su persona todos los poderes, desde el control del legislativo al judicial, sin dejar nunca de ejercer el mando ejecutivo. Dado que los clérigos son conminados a jurar obediencia marcial y los dictámenes del Sumo Pontífice, título heredado del Imperio Romano, son considerados infalibles, la estructura de mando vaticana es una perfecta destilación jerárquica, vertical, mecánica. La envidia de muchos gobernantes, para quienes el poder es lo verdaderamente trascendente y el método para alcanzarlo una mera contingencia.
De ahí que los avatares vaticanos, que esta semana han estado concentrados en la muerte natural de Benedicto XVI, sean la mejor metáfora de la real politik, que ya sabemos que, escenografías al margen, es la única que existe. Ratzinger, que alcanzó la Cathedra Petri tras la muerte de Juan Pablo II, simboliza una de estas figuras contradictorias a las que sus aspiraciones públicas retratan con un perfil y sus actos con otro distinto. Fue un personaje inquietante y ambiguo. La tarde que se asomó al balcón del Vaticano heló la sangre a quienes, igual que sucede en la política civil, esperaban que al rigorismo del pontífice polaco le sucediera un Papa reformista. Epic fail.
El teólogo alemán, garante de la ortodoxia doctrinal católica, representaba, más que una continuidad, el augurio de un retroceso. Y, sin embargo, hace diez años, fue el primer papa en seiscientos años –desde Gregorio XII, en pleno cisma religioso occidental– que renunció a la mitra, encerrándose en un silencio (pactado) que puede comenzar a saltar por los aires dentro de unas semanas si, como pronostican las crónicas periodísticas, su asistente personal –Georg Gänswein– decide reivindicar su memoria frente a su leyenda como Gran Inquisidor.
El grupo Mondadori publicará este enero las memorias del asistente de Ratzinger, apodado Il bello Giorgo por la siempre festiva prensa romana, que insinúa que en su dimisión influyeron determinadas maniobras contra su persona. La figura del pontífice alemán, brazo teológico del conservadurismo católico, es evocada en este testimonio (parcial) como una víctima secreta durante los ocho años que encabezó la iglesia, en los que se sucedieron los escándalos financieros –el caso Vatileaks–, actos de espionaje y revelación de secretos y la indigna lacra de la pederastia, eventos precedidos de la agonía de su antecesor, fiel al principio del pathei mathos. Bergoglio, que vuelve a ser un papa impar, sin gemelo, fue la solución (relativa) ante aquella crítica situación, que encerraba las contradicciones de la condición humana: misticismo y carnalidad, dinero y delaciones, conspiraciones y perversiones.
Los santos, ya se sabe, son una convención jurídica y la providencia proyectaba en aquellos días sombras negras sobre las inmaculadas espaldas del sucesor de San Pedro, que persiguió sin piedad a los sacerdotes progresistas al tiempo que dudaba sobre el celibato obligatorio, compadecía paternalmente a los homosexuales y calificaba la secularización como una plaga contemporánea.
Como cualquier político pragmático, Benedicto XVI adaptaba su discurso doctrinal a las circunstancias concretas, una habilidad propia de los teólogos profesionales: “El hundimiento del comunismo no significa automáticamente la bondad del capitalismo”. Anunció su retirada en latín bajo la mirada complacida –el símil es de su autoría– de los “cuervos negros” que le acechaban. De nuevo la vieja historia de la guerra perpetua entre el poder real y su representación nominal, que no siempre ocupan los lugares protocolarios que se les asigna e, incluso, con frecuencia intercambian sus papeles.
“El primer servicio que presta la fe [cristiana] a la política es, [...] liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro de nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible en lugar de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil; la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional”, escribió Ratzinger para cuestionar el populismo que encarna su sucesor, sin dejar nunca de ejercerlo, primero como monarca de las sombras y después, acaso, como alguien que, al entender que la iglesia, igual que cualquier organización política laica, es tan irreformable como los hombres que la componen, renunció al solio antes de esperar a los idus de marzo.
Este enero, mes del Señor, ha muerto piadosamente en la cama. Tenía 94 años y conservaba sus famosos zapatos color tinto. Su cuerpo, yerto, recibe pública adoración. Toda una paradoja si recordamos sus advertencias sobre los mileranismos morales: “¡Cuántas veces los signos de poder ostentados por los potentes de este mundo son un insulto a la verdad, a la justicia y a la dignidad! ¡Cuántas veces sus ceremonias y sus palabras grandilocuentes no son más que mentiras pomposas, una caricatura de la tarea a la que se deben por su oficio”.