En 1710, el filósofo alemán Gottfried Leibniz escribe en sus Ensayos de Teodicea: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”. La afirmación causó un cierto escándalo –hubo críticas airadas por parte de Voltaire y, unos siglos más tarde, conminaciones rubricadas por Russell, una de las mentes más prodigiosas del pensamiento occidental–, pero trescientos doce años después la idea que defiende se ha convertido, sin que sus devotos lo sospechen, en una de las más sólidas convenciones de nuestro presente. Llámenla, si quieren, por su nombre prosaico: optimismo ingenuo, esa actitud que defiende la existencia de la bondad universal, con todas las evidencias en contra, y contempla el horizonte disponible con una satisfacción cósmica.
Leibniz tenía sus razones para considerar que el mal y la calamidad, que nos acompañan desde la cuna hasta el día en el que ponemos un pie en la tumba, tenían un sentido dentro de la creación. Podrían resumirse mediante una progresión lógica: Dios puede concebir infinitos universos, pero eligió el nuestro como es. Es el principio de razón –la causa suprema– lo que guía el entendimiento divino. Dios es bueno. Por tanto, el mundo creado por Él no puede ser más que perfecto. Es el mensaje esencial del cristianismo, que adscribe la presencia del mal al albedrío del ser humano –réplica imperfecta del creador– o lo justifica por un (ignoto) beneficio de orden superior.
El mal existe, paradójicamente, por nuestro bien. De esta afirmación se colige su opuesta: si no existieran el pecado, la crueldad o el egoísmo, por citar algunos de los ancestrales vicios humanos, el universo entero sería mucho peor que el existente. Aquellos que trabajan por la paz y la bondad universal –siéntese ustedes en una silla, no vayan a marearse– estarían, si continuamos con este silogismo, contribuyendo sin saberlo a la desgracia general, en vez de conseguir lo contrario. Como en la vida toda cosa necesita su antagonista, hay quien cree que dicha contradicción es necesaria para la moral: si no reconocemos lo malo, tampoco seríamos capaces de identificar la presencia de la excelencia. Tiene cierto sentido, pero se nos ocurren formas de pedagogía menos sangrientas que las guerras, los terremotos o las enfermedades. Dios, si es que existe, tiene un extraño sentido del humor, cercano al sadismo.
Que el mal es el motor secreto del bien, sin embargo, sí nos parece una afirmación afortunada. En buena medida por llevar la contraria al ejército de buenistas y fanáticos de la bondad que nos rodea. Veámoslo, por ejemplo, en el ámbito político. En el mejor de los mundos posibles, la vida pública debería regirse por la eficacia, la capacidad, el talento o la ética. Eso postulan las teorías que dicen que el gobierno de los hombres y la regencia de las repúblicas, o la administración de los reinos por parte de los monarcas, es un arte supremo.
¿Sucede de verdad? Rara vez. Una excepción, cuando acontece, no anula la panorámica de la evidencia: nuestros políticos roban y trabajan en su propio interés (despreciando el nuestro), la gestión pública es deficiente, los mejores no ocupan los atrios y puestos más insignes y la moral, en aquello que se refiere a la conquista del poder, se considera un perfecto estorbo. Esta distancia entre el ideal (soñado) y su desmentido (cotidiano) es el terreno fértil donde opera la sátira, que es el género más pertinente a la hora de tratar los asuntos públicos.
En 1714, apenas cuatro años después de que Leibniz proclamase urbi et orbe su optimismo, Bernard de Mandeville, un inglés de procedencia holandesa, daba a la imprenta La fábula de las abejas: un comentario en prosa de un poema de su autoría –La colmena refunfuñona o los bribones vueltos honrados– donde defiende que son los vicios privados los que entronizan las virtudes públicas. La obra, que versaba sobre la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII, recibió tal cantidad de ataques –se la consideró inmoral y una afrenta contra la religión– que, únicamente por esta estricta circunstancia, debería merecer toda nuestra atención.
Mandeville expone en sus páginas una teoría sobre la utilidad social del egoísmo. Son los actos humanos, irremediables pero naturales, los que permiten, por abstracción y juicio, hacer las leyes que remedian o limitan las catástrofes y reducen los quebrantos que acompañan nuestra vida. Sin pecados no existiría la virtud. Sin libertinos no habría castos. Y así, hasta el infinito. Cabe también interpretar esta provocación (inteligente) de Mandeville como una defensa del liberalismo, que postula que la prosperidad de una sociedad se basa en el interés de cada uno de sus miembros, a veces a costa de los demás. El espíritu evangélico y la catequesis woke, que tantos requiebros y elogios reciben en ciertos ámbitos, y que palpitan bajo el disfraz de la corrección política, son una catástrofe para las sociedades.
“Existía una colmena” –escribe en su sátira el filósofo holandés– “que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado: tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por eso menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que de pronto tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud”.
Y continúa: “El amor al bien se apoderó de los corazones y provocó la ruina de la colmena. Se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y no se necesitaron abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, ya no gastaban: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación fue general. La conclusión es inequívoca, ¡Dejad de quejaros! Sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir si queremos gozar de sus dulces beneficios”.
La conciliación de los egoísmos en disputa –en eso consiste la competencia– es el viento que ha hecho avanzar a la civilización, salvo cuando alguien –sea político, jerarca, ideólogo o sacerdote– convence a las masas de que entre el ejercicio de la libertad (sin perjudicar al prójimo) y el mito de la seguridad (ese imposible) es mucho mejor elegir la segunda opción. Es la experiencia directa del mal lo que nos hace mejores a cada uno de nosotros. Nunca al contrario.