Un vaciado de la hemeroteca de las últimas décadas daría como resultado incontables titulares en los medios catalanes anunciando la pronta “muerte” del catalán, su “desaparición”, el “estado crítico” de la lengua, y más recientemente nuevos palabros como “emergencia lingüística” (como si no tuviéramos suficiente con la climática”) o la denuncia del “estrés” que sufren los que pretenden vivir solo en catalán. Todo ello junto a reiteradas denuncias de los partidos y entidades nacionalistas acusando al Estado español de practicar políticas lingüicidas o, como mínimo, de buscar la “minorización” del catalán. En realidad, los que obsesivamente ven persecución en 2022, como si viviéramos en pleno franquismo, lo que hacen es proyectar en ese espejo su profunda hispanofobia y el desprecio que sienten hacia la presencia secular del castellano en Cataluña. Mal que les pese, la España democrática que nació en 1978 es un modelo de excelencia en Europa en cuanto a reconocimiento de la diversidad lingüística territorial.
Desde hace décadas el análisis sobre la salud de la lengua catalana bascula entre los discursos agónicos por parte de las entidades defensoras del monolingüismo y la exposición desnuda de los datos sociolingüísticos, los cuales invitan mayormente al optimismo. Y es que los vaticinios agoreros y catastrofistas encajan muy mal con la realidad. El catalán tiene muy buena salud. No solo los catalanohablantes transmiten la lengua a sus hijos, dato fundamental para descartar que una lengua esté en peligro, sino que gana hablantes entre personas cuya lengua de origen es el castellano. Todos conocemos bastantes casos de familias donde el castellano es la lengua de los abuelos y el catalán de los nietos. La última Enquesta de usos lingüístics ofrece un dato rotundo e incontestable: el 36% de los habitantes de Cataluña habla en castellano con sus padres, pero el 53% ya lo hace en catalán con su primer hijo.
Hablar de “estado crítico” como hacen algunos, empezando por el propio Govern de Pere Aragonès, no solo es una broma de mal gusto para los hablantes de otras lenguas realmente minoritarias en Europa, como el occitano, el corso o el bretón, sino que sirve a un objetivo sociopolítico que se debe denunciar. Cuando los defensores de la inmersión a ultranza gritan que el catalán se extingue, lo que buscan es la minorización del castellano como lengua de comunicación social en Cataluña. No tienen suficiente con que el catalán se haya normalizado y que la administración autonómica practique el monolingüismo, despreciando tanto la cooficialidad del castellano como los derechos lingüísticos de la mitad de la población. Su deseo es imponer nuevas obligaciones y coacciones lingüísticas para que los castellanohablantes renuncien a transmitir su lengua y desistan de utilizarla en la esfera pública.
El cuento de la extinción del catalán es una historia increíble, pues es notoriamente falsa, con la que solo se pretende justificar la marginación del castellano, bajo la doctrina del “només en català”, y empujar un cambio en la mayoría sociolingüística. Pues bien, hay que recordar que las políticas lingüísticas en democracia no deben utilizarse para esos propósitos de ingeniería social, sino para garantizar el ejercicio de los derechos lingüísticos de todos los hablantes de las lenguas oficiales de un territorio, en este caso bilingüe como Cataluña. Las legítimas medidas de protección y fomento del catalán, porque tiene menos hablantes y es más débil para lidiar en un mundo globalizado, no pueden en ningún caso perseguir el arrinconamiento del castellano, la otra lengua de los catalanes.