Los años atemperan en uno el impulso de interpretar ciertas situaciones como símbolos de algunas dinámicas o procesos. Se trata, a fin de cuentas, de una forma de generalización apresurada que quienes nos dedicamos a la escritura a menudo enmascaramos con diferentes trampantojos retóricos. Ese impulso se presenta aún más intenso cuando, en un contexto cotidiano, se produce una situación desacostumbrada.
Es lo que me ocurrió, hace unas semanas, en una clase de bachillerato, mientras comentábamos El ciervo, un apólogo del escritor chino Lieu Tsang-Yeu, nacido en el siglo VIII. Siempre que trabajamos dicho cuento, les pregunto a los alumnos qué tienen ellos en común con una persona que vivió trece siglos atrás en una región con una cultura y una lengua tan diferentes a las nuestras. Las respuestas oscilan entre “poco” y “nada”. Entonces yo replico: “Pero lo que escribió nos emociona. ¿Por qué?”. Siempre hay algún alumno avispado que intuye por dónde voy, pero, en general, la respuesta es el silencio. Les digo: “Porque compartimos condición humana, porque, a pesar de las diferencias culturales y lingüísticas, hay experiencias universales e intemporales. Si fuera cierto eso de que la lengua y la cultura determinan decisivamente nuestra visión del mundo seríamos incapaces de entender este cuento”. Justo la revelación que experimentó Goethe, encandilado en su juventud por el Volksgeist romántico, cuando ya en su vejez leyó una novela china que lo conmovió profundamente. Lo cuenta Alain Finkielkraut en su ensayo La derrota del pensamiento.
Llegó el momento de determinar el tema. Después de un intercambio de pareceres, convenimos en que el apólogo nos quería advertir sobre los peligros de desconocer la naturaleza de las cosas. Y, entonces, como había hecho otras veces, referí ciertos experimentos comentados en algunos libros de divulgación científica que he leído en los últimos años. Eran libros de reputados expertos en neurociencia, neuroendocrinología, etología y psicología evolucionista: Dean Burnett, Robert Sapolsky, Frans de Waal y Pablo Malo. Hubo algún momento en que hablé del tribalismo moral, de cómo estamos inclinados a sentirnos parte de un grupo y percibir a los miembros de otros grupos con desconfianza u hostilidad.
Iba a decirles, como siempre, que tanto se puede decir que estamos programados para ser xenófobos como lo contrario, porque nuestro neocórtex permite inhibir ciertos impulsos. Y que, en todo caso, enlazándolo con el cuento, era importante conocer nuestros instintos para poder controlarlos a través de la razón. Pero, cuando aún estaba poniendo ejemplos, una alumna levantó la mano para intervenir. Con los ojos desorbitados y una medio sonrisa que reflejaba su sincero estupor y su aversión moral, me dijo: “¡Eres racista!”. Me quedé paralizado. Yo estaba convencido de que estaba transmitiendo justo el mensaje contrario.
Como la acusación era grave, en mi empeño por aclarar lo antes posible el malentendido, me enredé en una concatenación precipitada de ejemplos que creo que no aclararon nada. Les hablé de nuestra apetencia por los alimentos hipercalóricos y de por qué nos resulta tan tentador un donut, para que entendieran qué es un estímulo supernormal. Les hablé de cómo, según un célebre experimento, una exposición de 50 milisegundos a una cara de otra raza activa la amígdala. La alumna que me había acusado de racista me dijo que a ella no le pasaba aquello. Le aclaré que la exposición era subliminal y la activación de la amígdala involuntaria e inconsciente. Al final, como me vi en un atolladero, busqué un atajo. Le dije que yo era un convencido defensor de la igualdad, y que las diferencias étnicas, culturales o lingüísticas no podían suponer una diferencia en el ejercicio de los derechos. Entonces, de nuevo con los ojos muy abiertos y una expresión de impaciencia, me dijo: “¡Es que no te entiendo!”.
A la clase siguiente me presenté con algunos de los libros de donde había extraído las informaciones que había compartido con ellos. Les enseñé los marcadores, las anotaciones, los subrayados. Les dije que a mí me había llevado mucho tiempo aprender todo aquello. Les insistí en que todos aquellos autores eran reputados especialistas. Y les confesé que, después de lo que había ocurrido el último día en clase, había entendido mejor por qué Robert Sapolsky había comenzado un libro tan concienzudamente exhaustivo y riguroso —aquel que les estaba mostrando— confesando que su fantasía recurrente era matar a Hitler después de haberlo sometido a una tortura inhumana. Difícilmente sería racista quien fantaseaba de ese modo, aunque escribiera algunas de las cosas que yo comenté en clase.