En este mundo caracterizado por las polaridades extremas, últimamente se han producido dos valiosas victorias de la sensatez, cordura y cohesión, en definitiva, de los valores de la convivencia democrática. Tanto en las elecciones presidenciales de Brasil como en las del Midterm de Estados Unidos se jugaba bastante más que la continuidad o la alternancia de planteamientos políticos diversos; ambas citas se habían convertido en un dilema entre la sociedad abierta, tolerante y amante de progreso frente a la regresión, la confrontación y la irracionalidad. Una disyuntiva con pocas matizaciones. Frente a planteamientos políticos convencionales, existían posiciones extremas, el recurso a las posverdades y a las manías conspirativas.
En Brasil, sacar un elemento tan dañino y excesivo de la presidencia era una cuestión de salud. El gigante latinoamericano no podía permitirse por más tiempo estar en manos de un personaje tan nefasto que ha dejado al país aislado en el continente y con una credibilidad bajo mínimos. Al igual que llegó al poder en 2018, ha planteado una batalla agónica no solo contra la izquierda que había gobernado, sino también contra todo indicio de decencia democrática. Ha reforzado a las minorías extractivas, ha fomentado la deforestación del Amazonas, ha impulsado el crecimiento de la desigualdad y la pobreza anulando las leyes sociales e integradoras de los gobernantes anteriores. En su mandato se ha facilitado el cultivo de la violencia pública y privada, las expresiones machistas han vuelto a ser predominantes y se ha creado una cohorte de seguidores cohesionados por mentiras evidentes y para ensanchar con una retórica bélica la fractura social. Quien haya seguido la larga campaña, se habrá hecho cruces de los mensajes de este personaje y su entorno y cómo calaban en una parte de la sociedad brasileña. Desde que “vienen los comunistas” hasta identificar a Lula como la personificación de Satanás. Y siempre poniendo en entredicho el funcionamiento electoral e identificando una posible derrota con un fraude electoral. Ha ganado finalmente la decencia, pero el país está absolutamente fracturado.
En Estados Unidos, las elecciones legislativas de medio mandato resultan muy importantes para la composición final de las Cámaras, pero también, en un país tan polarizado desde Donald Trump, para ver las expectativas y posibilidades futuras que tiene este de volver a presentarse a unas elecciones presidenciales. Muchos de los candidatos eran afamados trumpistas y los demócratas debían presentarse con la rémora que supone hacerlo de la mano de un Biden que, en estos momentos, además de tener la popularidad muy decaída genera muchas dudas sobre si está en condiciones físicas y mentales para ocupar el cargo que ocupa y, más aún, para encarar una renovación de mandato en el 2024. Aunque los demócratas pueden perder su mayoría en el Congreso, los candidatos republicanos más radicales han sido derrotados, así como en elecciones a gobernadores en las que, además, en Florida, se ha impuesto con éxito un republicano moderado que se confrontará con Trump para encabezar el cartel electoral en las presidenciales. No es menor, tampoco, que en aquellos estados en los que se ha aprovechado para realizar referendos sobre el aborto, se ha impuesto el sí, aunque con dificultades en todos ellos. Lo que parecía que iba a ser una “ola roja” (por los colores del Partido Republicano), lo ha sido mucho menos. Políticamente, la opinión pública americana ve a Trump como perdedor. Pero también aquí resulta preocupante el calado del debate durante las últimas semanas. Negacionismo, acusaciones de fraude electoral, “que vienen los comunistas”, falsedades y rumores malintencionados, que a Trump se le quitó la victoria del 2020, amenazas de golpes de Estado...
Y es que, tanto en Brasil como en Estados Unidos, electoralmente se pueden haber salvado los muebles, pero el retrato de lo confrontadas que están sus sociedades resulta aterrador. La muestra de cómo la política actual ha desplazado el debate democrático por la entrega a batallas en las que se trata de acabar con el adversario. Los medios, el lenguaje y los valores utilizados resultan deplorables. Se hace tierra quemada. Ya no se votan proyectos, sino si se apuesta por la dignidad o por la vergüenza, por si se quiere vivir en una sociedad cohesionada basada en el respeto a la diversidad o bien en un mundo imaginario, violento y sin valores colectivos. En Brasil ha ganado la honorabilidad frente a lo miserable y en Estados Unidos, se ha frenado la vuelta a la pulsión autodestructiva. No son victorias dulces. Bolsonaro obtuvo el apoyo del 49% de los electores y controla estados importantes como Sao Paulo y las Cámaras legislativas. En Estados Unidos, el Partido Republicano controlará la Cámara de Representantes. Trump volverá a presentarse a las presidenciales y ensanchará, aún más, la fractura y polaridad de la sociedad americana. No queda mucho margen para el optimismo.