El vapor y el ácido sulfúrico se baten en retirada casi dos siglos después de la industrialización. A décadas de la caída del coloso, la SA Cros, el mercado químico catalán pugna por no concentrase ni fraccionarse; trata de mantener unidos el negocio y la herencia; mantiene un tablero de gentilicios animados por canónigos, antiguos consejeros espirituales, revisitados hoy por el profesorado de una escuela de negocios tocada por el dedo que canonizó a Sanjosemaría.
El liderazgo de los químicos se desvanece en manos de los novísimos: el silicio californiano y el microchip asiático. Nuestras cabeceras farmacológicas experimentan la desilusión de un siglo XXI que empezó al alza gracias al mercado del cuidado del cuerpo, y que apenas participa en la elaboración de vacunas a gran escala. El futuro vírico ya no depende del plasma (Grifols) ni de la farmacología blanda (Puig, Uriach, Esteve o Ferrer). Los laboratorios pandémicos –Pfizer, AstraZeneca, Johnson & Johnson, Sanofi y GSK, según el ranking de Farmaindustria, la patronal del sector— cogieron por sorpresa a las empresas familiares, a excepción de Almirall, vinculada a AstraZeneca gracias a un hábil contrato por el que la española vende medicamentos para frenar la obstrucción pulmonar, que le permitirán ingresar royalties en varios ejercicios.
Después de años de dificultades bursátiles –Almirall cotiza en bolsa— las ganancias regresan enteras a los accionistas, conjurados a la hora de mantener el valor. El último cambio en la gestión sitúa a Carlos Gallardo como CEO de la empresa, en sustitución Giancarlo Nazzi, tras un año en el cargo, al que accedió después de dejar al gigante israelí Teva. Nazzi había sustituido, a su vez, a Peter Guenter, que acabó fichando por el Grupo Merck. Almirall afirma que Carlos Gallardo desempeñará la gestión de forma interina, ya que el grupo quiere mantener la línea de profesionalidad al margen de los accionistas.
Almirall fue fundada en 1943 por el farmacéutico Antonio Gallardo Carrera, vinculado al sindicato vertical del antiguo régimen a través de Foment del Treball en los años del tardofranquismo y fue desplazado por el entrismo liberal de Güell de Sentmenat y Carlos Ferrer-Salat antes de la Transición. Gallardo Carrera dejó el negocio en manos de sus hijos Antonio y Jorge Gallardo quienes, en los años 90, colocaron a la empresa en el trampolín del cambio de siglo al adquirir Prodesfarma –la antigua firma del mecenas Antoni Vila Casas— para convertirse en el primer laboratorio español del sector. Los Gallardo consolidaron Corporación Landon, family office y núcleo patrimonial, junto con la firma tenedora Plafín. Finalmente, salieron a Bolsa y pusieron en marcha el relevo con la entrada de la tercera generación, impulsada por el ya presidente, Carlos Gallardo, que ahora, como nuevo CEO, tomará el control del día a día.
Hace décadas que la obsesión de los accionistas familiares ha sido profesionalizar la gestión, un objetivo ahora interrumpido con el cese de Nazzi. Y tal vez imposible de lograr si se quiere un control absoluto de la propiedad, como anhelaba aquel Galia res omnis divisa de Julio César, pensando que dividir es el camino más corto para perder. Lo saben bien los banqueros Rothschild, con un pie en París y otro en Londres; lo conocen gigantes del offshore combinado con el marketplace, como Huawei o Amazon, y en España tratan de combatirlo conglomerados de menor volumen y pugnaz patronímico, como Cementos Molins, los campeones de la confección (el Inditex de Ortega) o las bebidas carbónicas (Daurella).
En sus afectados valores, los Gallardo apuestan por la unión, camuflando el hecho de que, un nuevo César, como Carlos Gallardo, puede ser un cargo interino que la costumbre convierta en fijo.