Empezó espiando para Puigdemont y ahora se ha puesto a las órdenes de Laura Borras. Trolea al portavoz de Junts, Albert Batet, y malmete a este hombre de ombligo respingón, bajo la piel de Sefarad, con el excomunista Jordi Sánchez, curón de correaje y malas pulgas amansado por un chambergo de quita y pon, en fines de semana. Estamos hablando de Rai López, un montapollos de Junts, defensor del dimisionario Dalmases, perro faldero del periodismo de arte y parte, contrario a la verdad de la información bien estructurada y rigurosa.

La Guardia Civil supo de Rai cuando Josep Lluís Alay, ataché de Puigdemont, fue pillado por la Benemérita, hablando con el letrado Gonzalo Boye, sobre el mismo culo de mal asiento, aprendiz de espía. Los dos guardianes de Waterloo celebraron en 2019, con Jami Matamala, mano derecha de Puigdemont, la romería de 1.300 kilómetros que Rai realizó con sus camaradas, mientras recogía firmas para la independencia, hasta llegar a pie a la residencia del expresident con aquella urna de cristal colgada a la espalda a modo de mochila simbólica del 1-O, un sacramental de colegio y pirulí, entre el camino Xacobeo y la Cova dels monjos.

Caricatura de Rai López Calvet / FARRUQO

Caricatura de Rai López Calvet / FARRUQO

Alay y Boye hablaron de fichar a un supuesto confidente de la Policía Nacional que se había ofrecido al lobi fugado para convertirse en agente doble juramentado en la causa indepe. Al joven del hándicap secretista le silbaban los oídos; Rai creyó ser Smiley enfrentado a Karla en una novela de John Le Carré, sin advertir su semblanza cómica con Sancho en la Ínsula Barataria de Alonso Quijano. Alay pensó que Rai podría intoxicar a la seguridad del Estado, pero Boye le paró los pies: “Primero seguridad y después espionaje”. Trotskista tenía que ser; el abogado de Puigdemont llegó a España hace décadas, como militante chileno, huyendo de la salvaje dictadura de Pinochet. Eran otros tiempos; fue mucho antes de que el letrado recatara su internacionalismo en brazos de la disortada patria; ocurrió cuando hablábamos de Salvador Allende y de Isla Negra, la tumba de Pablo Neruda, horas después del asalto fascista al Palacio de la Moneda.

Sí, eran otros tiempos; los chilenos huían de su país en oleajes discretos, embarcados para no atravesar el Cono Sur de Videla y no caer en manos de los Estados afectados por la Operación Cóndor; se ocultaban en cámaras y sentinas para evitar a la policía de Stroessner cuando el barco hacia escala en el Puerto de Asunción (Paraguay), a tiro de piedra del Palacio de los López, sede del Gobierno. Boye, vinculado al movimiento chileno MIR, llegó a Heidelberg (Alemania), una ciudad que conocía desde la infancia y obtuvo la nacionalidad alemana por derecho de sangre. Mucho después defendió a Snowden, el exempleado de la CIA mundialmente conocido por filtrar información que revelaba que Estados Unidos vigilaba las comunicaciones de millones de personas en todo el mundo. Con tanto revuelo, su paso por Puigdemont le añade vértigo, pero le resta brillo.

Boye habrá perdido la memoria, pero él sabe, en el fondo, que la libertad es lo único que queda hoy en plena ventolera autoritaria del nacionalpopulismo al que sirve. El abogado elucubró sobre “contrainteligencia de la buena” para medir al pobre Rai, pero ahora se ha olvidado del día a día marcado por el no a los Presupuestos del Estado de 2023. Junts ha votado en contra dándose la mano con PP y Vox, alineado con la derecha que frena además la renovación de los órganos constitucionales de la justicia, último eslabón del negacionismo contra la modificación del delito de sedición propuesta por el Gobierno, con una reducción significativa de los tipos penales. Este propósito modifica las altas penas, pero no significa la eliminación de un delito vigente en toda la Europa democrática, por más que lo niegue Pilar Rahola en TV8.