Ecologistas del mundo, uníos… uníos detrás de las palabras de Greta Thunberg, quien finalmente ha tildado de “error” sustituir la energía nuclear por el carbón. La jovencísima activista climática fue entrevistada recientemente por la televisión pública germana y la periodista logró que se mojara en un tema que incomoda muchísimo al Gobierno de coalición del canciller socialdemócrata Olaf Scholz, reacio a desandar el camino dado en 2011 por Angela Merkel. En respuesta al accidente de Fukushima, en Japón, como consecuencia de un tsunami, la entonces cancillera conservadora asumió los postulados antinucleares de los Verdes, ignorando que en Alemania el riesgo sísmico es bajísimo. El resultado ya lo conocemos: creciente dependencia del barato gas ruso hasta que las ansias imperialistas de Vladímir Putin, una década después, con la invasión de Ucrania lo han cambiado todo.
La consecuencia de ello, también: Alemania se está viendo obligada a quemar carbón para sostener a su importante industria porque ha prescindido casi por completo de las centrales nucleares, que a efectos climáticos son un aliado principalísimo en la transición energética porque no emiten CO2. Pero como la ideología antinuclear pesa tanto todavía en la cultura política alemana, consenso del que solo se excluyen los liberales y la extrema derecha, Scholz no se atreve a acometer un plan para reabrir sus 17 centrales y solo ha aplazado tímidamente el cierre de tres nucleares hasta abril de 2023. Alemania es un clarísimo reflejo del desastre europeo general en materia energética, del que ahora queremos salir en medio de unas circunstancias económicas muy complejas.
A medida que se vaya evidenciando el fracaso de los gobiernos para evitar el aumento de la temperatura de la Tierra por encima de 1,5º antes de 2050, y vayamos sufriendo día a día los efectos en nuestra vida y entorno del desastre al que nos dirigimos, los estallidos de furia y protesta social van a incrementarse. Cada semana leemos noticias de activistas que unas veces arrojan sopa de tomate sobre cuadros icónicos, y otras se pegan con cola en los atriles de algún acto político. Más allá de la ridiculez de algunas de esas acciones, la rebelión de muchos científicos que no quieren ser meros notarios de la hecatombe es particularmente interesante. El objetivo es intachable: denunciar que la situación climática es gravísima, los gobiernos no hacen lo suficiente, y ningún país del mundo está dispuesto a dejar de quemar hidrocarburos si con ello renuncia al crecimiento económico.
La amenaza para la humanidad es existencial, pero justamente por eso es imprescindible elegir bien los aliados en esta batalla. Más allá de expresar malestar o furia, es obligatorio exigir a los gobiernos y las empresas que impulsen una transición energética basada en fuentes renovables y acompañada principalmente por energía nuclear. Porque lo que no tiene sentido es prescindir del gas ruso para sustituirlo por gas norteamericano, obtenido mediante fracking (técnica prohibida absurdamente en Europa), y que es necesario licuar primero para transportarlo en barcos metaneros para volver a gasificarlo después. El gasto energético, en emisiones de CO2, de las tres operaciones, es un disparate inconmensurable. Solo libres de la ideología antinuclear setentañera, y poniendo muchas velas a nuestro santo optimismo tecnológico, podemos no perder la esperanza de salvar al mundo. En España, por desgracia, el Gobierno más progresista de la historia sigue empeñado en cerrar las nucleares y en acompañar la transición energética con el gas.