Trece días transcurrieron desde el inicio de curso hasta que el DOGC publicó el decreto que regula las enseñanzas en el bachillerato. Tiempo habrá de incidir en la anomalía que supone haber empezado el curso teniendo como única referencia para organizar las asignaturas un borrador del decreto. Tiempo habrá, también, de analizar la consistencia vaporosa del currículo, articulado en torno a un conjunto de generalidades con una fuerte carga ideológica. Para que se hagan una idea, los currículos de Lengua Castellana y de Lengua Catalana son el mismo: se desarrollan bajo el mismo epígrafe y tienen las mismas competencias y saberes.

Me quería centrar, sin embargo, en una de las 10 competencias del currículo de lenguas. En concreto, me llamó la atención la competencia 10, que consiste en “poner las prácticas comunicativas al servicio de la convivencia democrática, de la resolución dialogada de los conflictos y de la igualdad de derechos de todas las personas, utilizando un lenguaje no discriminatorio y rechazando los abusos de poder mediante la palabra para favorecer un uso eficaz, ético y democrático del lenguaje”. Uno se plantea si es necesaria esa moralización explícita de los objetivos académicos de la asignatura, como si no hubiera en la literatura de cualquier época un sinnúmero de ejemplos que ayudaran a los alumnos a adquirir las herramientas suficientes para detectar esos usos sin la guía ideológico-espiritual del profesor en cuestión.

Pero, más allá de eso, no deja de resultar llamativo que los mismos partidos que aprueban leyes y decretos ad hoc para burlar sentencias judiciales y que se niegan a reconocer el derecho de los niños castellanohablantes a recibir la enseñanza en su lengua materna, ahora se propongan dar lecciones sobre democracia y diálogo o sobre igualdad de derechos. Los mismos, también, que, durante 40 años, han alentado la polarización, han llamado a incumplir las leyes y han instigado, con sus políticas y discursos, la caza y el hostigamiento del disidente.

Miren: el pasado 4 de septiembre se publicó una entrevista que me hicieron en el Abc cuyo titular era que me planteaba irme de Cataluña. Aquel día y durante los siguientes, algunas cuentas de ilustres activistas independentistas compartieron en Twitter el enlace a la entrevista. Solo entre tres cuentas, la de Albert Donaire, la de Maite Closa y la de Núria Jomba, acumularon más de 2.200 me gusta, más de 600 retuits y unos 700 comentarios, la mayoría de ellos insultos, acusaciones de no haber aprendido catalán y exhortaciones a que me marchara de Cataluña.

Voy con un pequeño muestrario de todos los improperios que me dedicaron: “inadaptado”, “desgraciado”, “mierda de gente”, “cobarde”, “mentiroso”, “cara de estreñido”, “pajillero”, “pose de guardia civil”, “cobarde”, “mentiroso”, “colono”, “gamarús”, “cara de traidor”, “cara de malo de la película”, “feo”, “resentido”, “amargado”, “provocador”, “sinvergüenza”, “sociópata”, “tipo tóxico”, “verdugo de la lengua”, “masoquista”, “babau”, “desagradecido”, “embustero de mierda”, “persona con problemas psicológicos”, “necesitado de Hemoal”, “muerto de hambre”, “vividor”, y expresiones como “qué cara de moro tiene el desgraciado”, “carretera y manta hacia ñordia” o “que te follen, Iván Teruel”. También hubo apelaciones a descubrir en qué centro trabajaba e, incluso, un primo segundo mío, al que habré visto tres o cuatro veces en mi vida, la última hará más de 30 años, se presentó en uno de los hilos como familiar cercano, insinuando que me conocía bien, y dijo que yo mentía más que hablaba. Hubo quien incluso se compadeció de él. De mi primo Alberto, que ya no es Alberto, sino Albert y que apareció por allí para ofrecerme como carnaza a la jauría virtual a cambio de unas decenas de corazoncitos. Mi primo Alberto es el emblema iridiscente del éxito del proyecto nacionalista: ni su nombre ha conservado. Como tantos otros.

E insisto en algo: todo ese aquelarre de odio, xenofobia y etnicismo se generó desde apenas tres cuentas de Twitter. No parece algo baladí, sino, más bien, la constatación de un determinado clima, generado por el poder nacionalista durante 40 años y que ha hecho de la muerte civil del disidente uno de los pilares de su hegemonía. Y, ahora, esos mismos que han excitado desde siempre los más bajos instintos de sus huestes me van a pedir a mí, un objeto más de la furia y el ruido del identitarismo, que les hable a mis alumnos, por boca de ellos, de convivencia democrática, de uso no discriminatorio del lenguaje y de resolución dialogada de conflictos. Quizás, y solo quizás, estando tan de moda las llamadas “situaciones de aprendizaje”, podría presentarles mi caso como un ejemplo paradigmático del concepto de democracia que tiene el nacionalismo catalán.