El laicismo puritano reaparece. La crisis abierta en el Govern entre ERC y Junts rehabilita el Consell per la República de Carles Puigdemont y este preludia poco menos que su regreso a la patria, mil veces frustrado, montado en un caballo de cartón. Pronto sabremos si se hace realidad la presencia de nuestro revivido Oliver Cromwell. Si lo consigue, le cortará virtualmente la cabeza al poder (a Carlos de Inglaterra, verbigracia, el president, Aragonès), impondrá la ética protestante y anulará el sacramento de la confesión, que será sustituido por el reconocimiento de los pecados, en público. El toque The Crown es un claro contagio de la imponente teatralidad isabelina, tras la muerte de la Reina de Inglaterra, señora de la Commonwealth y cabeza de la Iglesia anglicana por mor de Justin Welby, arzobispo de Canterbury. Pese al boato eclesial británico y al republicanismo indepe, no hay temor a que las basílicas de Londres y los refectorios de Barcelona pierdan la comodidad romana del dulce arrepentimiento solitario ante un sacerdote.
Aquí, la élite soberanista tiene cuentas pendientes con el calvinismo, hasta el punto de permitir que Cromwell entre en el Parlament antes de rendir cuentas. Esta élite, concentrada en Junts, los whigs catalanes, quiere hoy más que nunca una nueva declaración unilateral de independencia (DUI), como ultimo asidero, clavo ardiente para evitar su hecatombe como partido. Nuestros whigs, salteadores de caminos de origen escocés van a la brava. Y frente a ellos, los tories (ERC), irlandeses fuera ley (en su origen), unidos en sus comienzos al Partido Unionista del Ulster (UUP), están dispuestos a mantener el statu quo, en la mesa de Madrid. Estos segundos, que como los lores de hoy en Westminster no son nobles sino legitimistas, rechazan las prisas y postulan una vía hacia la independencia a través del lento consenso mayoritario.
Las dos Cataluñas enfrentadas, en el seno del Govern, whigs y tories, reproducen a la Escocia encendida frente a la vieja Irlanda del Norte; son la urgencia contra la paciencia; el radicalismo frente a los hechos; la ruptura versus la reforma; el fin antes que los medios; la estrategia delante de la táctica; el terraplanismo frente a Galileo; el dogma por delante de la creencia; la calle frente al despacho; la marabunta antes que la reflexión; la Rosa de Foc frente a la ciudad abierta y la explosión, como respuesta a la actual amenaza de implosión indepe.
Nuestros whigs construyen un modelo utópico en el que la voluntad se fusiona con la libido mal canalizada para crear un poder casi inagotable. Su esquema desemboca en una vocación totalitaria: “Es mejor un catalanista facha que un español demócrata”, decía el doctor Robert, antiguo alcalde de Barcelona, regionalista racial y defensor de la eugenesia. Este mismo modelo halla su rumbo en el entorno artificial de la contracultura hiperventilada, que ha copiado al distrito congresual norteamericano de Wyoming y al Madrid de Ayuso: desprecio por el Estado, por la regulación y por las dinámicas que nos igualan bajo el imperio de la ley. Esta amenaza de corte trumpista reproduce la Ginebra de Calvino, donde los no elegidos no tienen futuro.
Al otro lado de la mesa, el mundo de los tories republicanos es ahora menos radical, pero trata de encerrarnos, a medio plazo, en un principio según el cual pensar libremente es una manera equivocada de ser libres. Este mal apaño es el argumento que usa ERC, cuando trata de convertir sus predicciones en prescripciones, aunque su horizonte sea ya el largo plazo. Pero, atención, cuando está en jaque la supuesta patria, la libertad decae lentamente de forma inadvertida, sin que nos demos cuenta.