El verano formal está llegando a su fin, veremos el meteorológico. Últimamente las primaveras y los otoños son efímeros, vivimos en una dinámica totalmente binaria de calor o frío.
Sirva esta introducción para situar las tertulias, las conversaciones de este pasado agosto. Los incendios, la sequía, la guerra en Ucrania, los costes de la energía con sus necesidades y carestías, la subida de la inflación y sus efectos económicos, son los temas más comentados este verano, con el permiso del fútbol y de algunos conciertos de música. El sentir mayoritario en estas tertulias es la ansiedad, preocupación, desconcierto, incertidumbre, no sabemos qué pasará. Esta nueva realidad nos lleva a un estadio que no teníamos contemplado. Hemos vivido con una ilusión, con un ideal de paz y prosperidad, este ha sido el mantra sobre el que hemos vivido y construido nuestras vidas los últimos 70 años en Europa. La crisis del 2008 y su impacto económico ha ido directa a la línea de flotación de la palabra prosperidad. ¿Prosperidad para quién? La pandemia, con todas sus secuelas humanas, sociales y sanitarias, ha añadido la palabra miedo, desolación, y la puntilla ha sido la palabra paz. En febrero del 2022, con la invasión de Rusia a Ucrania, Europa pierde un sueño.
¿Y ahora qué?
Muchos debates se nos acumulan, las palabras de carácter negativo surgen fácilmente. La percepción de decadencia y el miedo son la síntesis de este estado de ánimo. Normalmente necesitamos buscar culpables, los políticos son un blanco perfecto, y la sociedad, pues nada, no nos sentimos responsables, carpe diem. Que la vida son dos días.
A principios de verano circulaba por las redes sociales un pequeño vídeo que tenía el título de “Sobrevivimos”; una sucesión de imágenes de gente anónima, de los años 60, de cómo vivió y ha conseguido llegar a nuestros días. Del flash rápido surgen algunas reflexiones. Quizás el eje más relevante es una sociedad que quiere dejar el pasado y prosperar sin poner reparos, viniendo de un pasado desastroso, pero con deseos de construir.
La idea de sociedad del bienestar que hemos ido cimentando a lo largo de estas últimas décadas no es posible de mantener sin esfuerzo y no parece justo que este recaiga solo en algunos vagones del tren.
Somos herederos de una cultura donde el eje central de la vida, de la sociedad, es el individuo, el yo. El esfuerzo individual como motor en la construcción de prosperidad, tanto en su dimensión personal como colectiva.
Pero ¿qué sucede cuando esta paz y prosperidad anunciadas, pregonadas, prometidas, se diluyen? Los populismos individualistas emergen. Los refranes populares como “ande yo caliente y ríase la gente” abundan. Vamos a vivir episodios de insolidaridad social. El Covid ha sido un buen ejemplo, con actitudes y posiciones del yo primero compartiendo portadas. ¿Cómo gestionamos la solidaridad social con este clima? Vivimos una apología de los derechos, sin ser conscientes de los costes económicos que implican, pero si queremos retomar el objetivo de paz y prosperidad para nosotros y las futuras generaciones no hay recetas mágicas: esfuerzo, esfuerzo y más esfuerzo. Ya no estamos en el proyecto de mi pueblo, ciudad, país. El reto es Europa, no hay otras variantes. Y, aun así, me temo que al igual que con el cambio climático vamos cortos de tiempo, y antepondremos los yo al nosotros. Quizá ese comportamiento es uno de los elementos que nos diferencian de China y muchos otros países asiáticos, y seguramente este componente juega un cometido relevante en que nos estén ganando la carrera. En otros momentos de nuestra historia conseguimos pensar y obrar de forma diferente.
Si se me permite el símil, antes los partidos de fútbol duraban 90 minutos, pero en la actualidad, casi siempre muchos más, ¿queremos jugar?, ¿estamos preparados para competir?