Recuerdo que en tiempos de la hegemonía pujolista, cuando algunos plumillas disfrutaban escribiendo sobre el oasis catalán, en el bar del Parlament una broma se hizo recurrente. Políticos y periodistas solían referirse a la Cámara Catalana como “el Parlament de la señorita Pepis”. Muchos profesionales de la información y cargos electos tenían la sensación de que La Política, con mayúsculas, se hacía en otros lugares. Y era cierto. Se decidían más cosas en los halls de los hoteles, como el del Majestic, que en el salón de los pasos perdidos del Parlament. Y así fue a lo largo de casi tres décadas hasta que los avatares del Estatut, la crisis, las movilizaciones sociales generadas contra los recortes y la sombra del 3% irrumpieron en la escena.
Inquieto ante lo que le deparaba el futuro, Artur Mas y los suyos decidieron iniciar una huida hacia adelante. La torpeza del gobierno del PP y la consolidación de colectivos de activistas como Òmnium y la ANC hizo el resto. Las condiciones para una tormenta perfecta estaban creadas. El resultado de las elecciones autonómicas del 2015 --el nacionalismo las planteó como plebiscitarias-- permitió una mayoría parlamentaria que optó por una salida unilateral de Cataluña del Reino de España. El conflicto estaba servido, la fiesta comenzó y el Estado se defendió. Paciencia. Cuando el tiempo cicatrice heridas, y los historiadores puedan analizar lo acontecido sin las servidumbres del presente, no me cabe la menor duda de que el miércoles 6 y el jueves 7 de setiembre del 2017, serán catalogados como dos días aciagos para la historia de los catalanes.
Es complicado resumir en pocas líneas las irregularidades parlamentarias que se perpetraron en tan solo un par de días, también lo es evaluar el daño social ocasionado a la convivencia civil y política de Cataluña. Pero lo cierto es que se hizo caso omiso de las advertencias formuladas por los letrados de la Cámara y el secretario de la Mesa; se obvió en todo el proceso legislativo el preceptivo dictamen del Consejo de Garantías Estatutarias; el trámite de enmiendas a la totalidad fue torpedeado; Carme Forcadell cambió el orden del día contraviniendo los acuerdos de la Mesa del Parlament y se prestó a presidir la aprobación de una ley sin el proceso fijado en el reglamento; se aprobaron las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica a la república... En pocas palabras, el Parlamento catalán actuó completamente al margen de la legalidad, la Constitución y el Estatut. Lo hizo amparándose en una mayoría simple de 72 votos de un total de 135. Luego llegaría el 1-O, el 155 y el lloriqueo.
Históricamente, España ha sido un país pródigo en golpes de Estado, pronunciamientos y asonadas. Quizás por ello, a pesar de las experiencias acumuladas, nuestros analistas aún no se han puesto totalmente de acuerdo en definir la naturaleza de lo que sucedió el otoño de 2017 en Cataluña. En su libro El golpe posmoderno, Daniel Gascón nos cuenta que lo acontecido en este país hace cinco años fue un golpe de Estado casi de manual. Eso sí, sin alguno de los elementos que suelen acompañar a la consumación de los mismos, como podía ser el uso de una violencia más o menos explícita. Gascón define lo sucedido en Cataluña como un fenómeno ambiguo, posmoderno, que fue al mismo tiempo verdad y mentira. Comparto las tesis de Gascón cuando nos dice que Cataluña fue el laboratorio del populismo de la posverdad. Con la ventaja de que contaba con sus propias cadenas de radio y televisión.
Pero, más allá de esas consideraciones, conviene recordar las consecuencias que se derivaron del triste espectáculo vivido en el Parlament. Allí, en pocas horas, murió la mística de la revolució dels somriures. La Dinamarca del Sur, predicada por algunos, se convirtió en un festival de república bananera. A partir del momento en que se cercenó el funcionamiento democrático de las instituciones catalanas, toda la bondad independentista se fue al traste y el viaje a Ítaca quedaba devaluado. Chocar contra el Estado tuvo su precio, como también lo tuvo hacerlo contra la Generalitat y el reglamento del Parlament atropellando los derechos de las minorías. El catalanismo de siempre, el que a lo largo de la historia había aspirado a influir en España, quedó herido de muerte y sigue en la UCI. Como colofón a tanto despropósito, la causa independentista, lejos de granjearse simpatías a nivel europeo, generó prevenciones.
El periodo comprendido entre 2017 y 2022 va a ser recordado como un lustro sin lustre y con mucho lastre. Hoy, Cataluña está sumida en el desconcierto. Cuenta con un Govern paralizado y un presidente de la Generalitat acorralado y hostigado por sus propios socios. Mientras algunos de los protagonistas del otoño del 2017 quieren volver a la táctica del peix al cove, otros medran para resucitar tsunamis aunque sea en las aguas sucias de una charca. Las secuelas del procés siguen pasando factura y se recurre constantemente a historias de villanos y traidores. El viejo Parlament de la señorita Pepis se ha convertido en una gestoría de jubilaciones, en un expendedor de líos. Eso sí, los políticos sensatos, que los hay, intentan rehabilitarse reconociendo que hay que pasar página, que aquello de la desconexión fue un grave error. Los insensatos alborotan.