Pese a la seriedad que entraña un proceso de secesión, los independentistas catalanes parecían vivir todo con una pasmosa frivolidad en aquel verano de 2017. Uno de los términos que hizo fortuna en aquella época fue el de 'astucia', es decir, cada vez que ideaban alguna ocurrencia para burlar al Estado. Como con la reforma del reglamento habían convertido en hábil la segunda quincena de agosto, todos los diputados debíamos estar en un radio cercano a Barcelona para poder personarnos en cualquier momento si se convocaba un pleno, pero al final no se hizo y la 'astucia' consistió en que el mismo día en que la Proposición de Ley existía a efectos parlamentarios por su publicación en el BOPC, iba a ser llevada a pleno mediante la petición de una alteración del orden del día.
Una democracia se sostiene sobre la seguridad jurídica y, para ello, el respeto escrupuloso a los procedimientos es fundamental. Y ese movimiento que se presentaba como la quintaesencia de la democracia se lo cargaba todo de un plumazo con una mera reforma del reglamento. Comenzó así el pleno de la infamia, unos de los días más tristes de los muchos que estaban por venir en Cataluña.
Engolfados en los que ellos consideraban su astucia, pretendían que con la aprobación de esa ley a tan solo tres semanas de la fecha del referéndum, el Gobierno español no tuviera margen de reacción. Por supuesto, se habían olvidado de que existía una mitad del hemiciclo contraria a sus planes y dispuesta a defender la democracia. Llevaban toda la vida ignorando y despreciando a la mitad de los catalanes y esos días aciagos de septiembre no fueron una excepción. Desde nuestra bancada de líderes de la oposición pude comprobar sus caras de estupefacción al ver que estábamos allí, nosotros, a los que ni tan siquiera consideraban 'pueblo de Cataluña' --Carme Forcadell dixit-- y que estábamos dispuestos a dejarnos la piel para defender el Estado de derecho que ellos pretendían aniquilar.
A primera hora de la mañana, los miembros de la Mesa de Cs y del PSC habían recibido información confidencial que les advertía de que el TC estaba reunido en Madrid y necesitaban dos o tres horas para poder deliberar y resolver en contra de la tramitación parlamentaria de la Ley del Referéndum de forma que esta no llegase a votarse. A partir de ese momento, los diputados constitucionalistas nos empleamos a fondo para pedir reconsideraciones que implicaban que el pleno se tenía que detener para que se reuniera la Mesa. Forcadell, que no dominaba la dinámica parlamentaria, se veía totalmente desbordada e incapaz de conducir aquel pleno.
La mayoría de los ciudadanos no suelen conocer los procedimientos parlamentarios así que, de entrada, era difícil que se pudiera concebir aquello como lo que era: un intento de subvertir el orden democrático. Sin embargo, los interminables retrasos tuvieron rápidamente eco en los medios de comunicación y en las redes y el pleno se convirtió en una especie de Gran Hermano seguido en directo por millones de españoles. Yo fui consciente de ello por la inmensa cantidad de mensajes que empecé a recibir en el móvil de personas preocupadas por lo que estaban viendo. Tras años de impecables campañas publicitarias en las que el separatismo se presentaba como la revolución de las sonrisas, como los que luchaban para poder dar la voz al pueblo, por fin todo el mundo veía su verdadera cara: la de un nacionalismo etnolingüístico con tintes totalitarios.
La interminable ristra de reconsideraciones y reuniones de la Mesa hicieron que el pleno se alargara de forma nunca vista y la Ley del Referéndum se aprobó ya entrada la madrugada. Los diputados de Cs, PSC y PP abandonamos el hemiciclo como forma de protesta y para no participar de una votación a todas luces ilegal. Los escaños del PP quedaron cubiertos por banderas españolas y catalanas y una de las diputadas de Podemos trepó renqueante por las escaleras para quitarlas, convirtiéndose en un epítome de la indignidad y del bochorno que se había vivido aquella larga jornada que finalizaba a altas horas de la madrugada con los diputados que vivían fuera de Barcelona intentando organizarse en coches para volver a sus domicilios o, incluso, para quedarse a dormir en casa de algunos de sus compañeros.
Aunque es fácil hablar a toro pasado, considero que si se hubiera aplicado el 155 en ese pleno de la infamia en el que se derogó a rodillo el Estatuto de Autonomía de Cataluña y la Constitución española, nos hubiéramos ahorrado todos los tristes acontecimientos de ese lamentable otoño de 2017. Sin embargo, también creo que ese día fue el principio del fin del proyecto separatista porque perdieron la batalla en la que siempre habían ganado por goleada: la del relato.