La última fase del procès se inició con las elecciones al Parlament de 27 de septiembre de 2015. La imposibilidad de dar un valor efectivo al proceso participativo sobre el derecho a decidir celebrado el 9 de noviembre de 2014 llevó a los partidos independentistas a convocar unas elecciones “plebiscitarias” con el propósito de que, caso de obtener una mayoría de votos, extraer de ello un mandato que legitimara al Parlament para culminar el proceso independentista.
La mayoría social no se logró porque los votos independentistas no superaron el 48%. Sin embargo, los partidos independentistas obtuvieron la mayoría absoluta de escaños. También hay que recordar que la coalición Junts pel Sí formada por Convergència y ERC quedó en manos de la CUP para formar Gobierno. Ello significó la sustitución de Artur Mas como candidato a la presidencia de la Generalitat por Carles Puigdemont. Es este un dato especialmente relevante en mi opinión para entender lo que vendría después.
Si las elecciones se plantearon como un plebiscito en favor o en contra de la independencia, los datos objetivos de la votación demuestran que este plebiscito se perdió. Por poco, pero se perdió. Ello debería haber hecho reflexionar a los partidos independentistas, sobre todo si estaban dispuestos a forzar el marco constitucional para conseguir sus objetivos. En un Estado democrático y de derecho cualquier proyecto de independencia o secesión se enfrenta al dilema de cómo conciliar la voluntad de una parte de la sociedad que aspira a la independencia (principio democrático) con los límites que impone el marco constitucional para que esa voluntad pueda hacerse efectiva (principio de legalidad). Parece claro que sin una amplia mayoría social a favor de la independencia este problema se agudiza y cualquier iniciativa que implique entrar en conflicto con el marco constitucional se enfrenta a graves obstáculos.
Es evidente que esta reflexión no se la hicieron los partidos independentistas, porque impulsaron enseguida una resolución parlamentaria de inicio del proceso de independencia de Cataluña que se tradujo en la resolución 1/XI, de 9 de noviembre de 2015. Esta resolución era toda una declaración nada ambigua sobre la voluntad de culminar la independencia por la vía unilateral. En ella se anunciaba también el inicio de un proceso constituyente y la futura elaboración de unas leyes que servirían para hacer realidad la “desconexión” con el Estado.
La aprobación de la resolución enviaba un mensaje claro a la ciudadanía sobre la voluntad de la mayoría parlamentaria. Pero también lo enviaba al Estado, porque le anunciaba la entrada en una nueva etapa del procés que iba a suponer un conflicto político y jurídico de alto voltaje y esto le dio la oportunidad de impugnar la resolución 1/XI y dar al Tribunal Constitucional (TC) un especial protagonismo en este conflicto. No sólo por su decisión anulatoria de la resolución, sino especialmente por la monitorización que el TC iba a hacer desde aquel momento de todos los actos parlamentarios que pudieran derivarse de la resolución. La advertencia que hizo el TC a la Mesa del Parlament en el sentido de considerar una desobediencia cualquier iniciativa parlamentaria que pretendiera desarrollar la resolución 1/XI es el principal motivo que explica lo que sucedió en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017.
La tramitación de las leyes de desconexión (la del referéndum de autodeterminación del 1-O y la de transitoriedad jurídica) quedó afectada por la amenaza de la desobediencia al TC. Tengo mis dudas de si los partidos independentistas supieron calibrar los riesgos derivados de la aprobación de la resolución 1/XI aun sabiendo que el Estado la impugnaría ante el TC. En cualquier caso, la impugnación impidió que estas leyes se pudieran tramitar normalmente sin amenaza de desobediencia y la opción política que se tomó fue buscar una alternativa que permitiera tramitar y aprobar estas leyes en una unidad de acto.
Fue una solución de emergencia que se justificó por la necesidad de culminar el mandato parlamentario solemnemente declarado por la resolución 1/XI. Pero la tramitación “exprés” de unas leyes de tanta trascendencia planteó un grave problema de democracia parlamentaria por la imposibilidad de que esa tramitación pudiera garantizar el cumplimiento de los procedimientos reglamentarios ordinarios para que exista un debate político acorde con la importancia de la cuestión y que las minorías parlamentarias pudieran ejercer sus derechos.
La sesión parlamentaria de los días 6 y 7 de septiembre estuvo marcada por una gran tensión política. Su desarrollo fue caótico y así lo pudieron ver los numerosos ciudadanos que la siguieron en directo por televisión. Muchos esperaban que esa sesión fuera una gran fiesta de la democracia creyendo que la aprobación de las leyes implicaba la fundación de un nuevo Estado que sólo dependería del resultado del referéndum del 1-O. Sin embargo, quedaron atónitos porque también percibieron cómo una mayoría parlamentaria se imponía sin rubor con unos métodos difícilmente conciliables con los de una democracia parlamentaria.
El desarrollo de la sesión dejó muy mala imagen institucional y afectó seriamente a la credibilidad del independentismo porque su principal argumento siempre se ha basado en su fundamento democrático. Aunque esto quedó pronto superado por el grave error de estrategia que cometió el Gobierno del Estado en la manera de afrontar el reto que iba a suponer el 1-O. Las imágenes de ese día lo explican por sí mismas.