En términos generales se puede decir, sin temor a equivocarse, que a fin de cuentas el pesimista tiene razón, pues todas las empresas en este mundo, desde los grandes imperios hasta la vida particular de cada ser humano, termina en colapso. El primer verso del soneto de Quevedo titulado Pronuncia con sus nombres los trastos y miserias de la vida dice: “La vida empieza con lágrimas y caca”. Y el anciano Borges, recitándoselo en Ginebra a su editor francés, apostilló, entre risas: “¡Y también acaba así!”.
El optimismo es insustancial. Es una especie de permiso para la inconsciencia. Puede ser irritante. No he encontrado un argumento tan pueril, tan débil y tan difundido en favor del optimismo como el que postula que, puesto que, gracias a su ingenio y a su creatividad, la humanidad ha superado todos los desafíos que a lo largo de los siglos se le han planteado, entonces ahora que es el rey del mundo los nuevos desafíos que se le plantean --sobre todo el cambio climático, la escasez de recursos energéticos, pero también la amenaza nuclear, que teníamos casi olvidada-- también los superará. No hay que preocuparse, dice, orondo, el optimista. El hombre ya se enfrentó en el pasado a grandes peligros y siempre ha sabido salir airoso. Que siga el baile.
--¿No te parece inquietante, Caius Pompeianus, esa columnilla de humo que sale del Vesubio?
--Bah, Timoratus, tú tranquilo, no hay memoria en los anales de que ese mustio volcán entrase jamás en erupción. Y si no ha pasado nunca, ¿por qué habría de pasar ahora?
(De los Anales de Timoratus Secundus).
En el sentido contrario está el famoso diálogo entre Philip Roth y Milan Kundera, el lector disculpará si ya lo he citado alguna vez pero es que me he hecho el propósito de citar este diálogo por lo menos una vez el año, ya que lo merece. Figura en el libro de entrevistas de Roth con algunos de los mejores escritores de su tiempo.
--Roth: ¿Cree usted que el fin del mundo llegará pronto?
--Kundera: Depende de lo que usted entienda por pronto.
--Roth: Hoy, o mañana.
--Kunder: Bueno, la preocupación por el fin del mundo es algo que siempre han tenido los seres humanos.
--Roth: Entonces, ¿no hay por qué preocuparse?
--Kundera: ¡Al contrario! ¡Si la humanidad lleva tanto tiempo pensando en eso, por algo será!
Bien, he aquí un discurso complejo, a la vez meditativo y cómico, en las antípodas del optimismo que pretende que, puesto que hemos llegado hasta aquí, seguiremos mucho más allá; es el bobo optimismo del anciano que al cumplir cien años de vida supone que, ya que fallece muy poca gente de su edad, es improbable que él se muera.
Esta ceguera sirve para negar, o por lo menos relativizar, la evidencia de numerosas señales muy inquietantes. Sirve para dar sustento intelectual a la continuidad irreflexiva y desenfrenada del credo liberal y las prácticas depredatorias del laissez faire, laissez passer.
Que también alrededor del año mil trastornó a Europa un gran temor a la inmediatez del fin del mundo, pero luego no pasó nada; que las plagas de peste y cólera medievales parecían capaces de exterminar a la humanidad y sin embargo aquí estamos, multiplicados... es la coartada perezosa para no extraer consecuencias de los datos aterradores que nos proporciona la observación científica de la realidad contemporánea. ¿Que la revolución industrial ha sido en muchos aspectos una hazaña asombrosa y transformadora? Seguro. Pero también es verdad que en sólo dos siglos ha puesto a la naturaleza en estado de crisis y que es hora de cambiar de mentalidad.
Poco antes de morir (en el año 2018), Stephen Hawking predijo que, a medio plazo, la única esperanza que tiene la humanidad de sobrevivir es la colonización de otros planetas. Si él estaba en lo cierto, entonces nosotros estamos condenados. Ya que los carísimos caprichos y las fantasías propias de una colección de cromos de ciencia ficción que difunden cuatro milmillonarios de Silicon Valley que, porque han enviado unos cohetes al vacío, creen que recrearán Nueva York en la superficie de Marte, son poco o nada convincentes.
Ser depresivo no es una enfermedad --por cierto, muy extendida, muy difusa-- sino una lucidez indeseable, porque inhabilita para la supervivencia.
Ahora bien: dicho esto, si en breve se descubre en algún laboratorio, europeo o norteamericano, o hasta chino, me da igual, la manera de provocar, con un gasto insignificante de energía, la fusión del átomo, entonces me comeré mis palabras. Y predicaré que en el momento más difícil, más desesperado, la humanidad es capaz de una contorsión inesperada y sale adelante. El pesimismo y el recelo ante el porvenir, que son un signo de estos tiempos, ya no tendrán razón de ser. Todo volverá a empezar. Me volveré un optimista.