Tengo la impresión de que, como sociedad, hace tiempo que el tema de las okupaciones de domicilios ajenos se nos ha ido de las manos. Lo de hace unos días en Calella es de traca. Supongo que ya lo han leído en la prensa, pero se lo resumo: un padre y un hijo, franceses, se encuentran okupado su apartamento veraniego y optan por echar a patadas a los intrusos, quienes los denuncian a la policía, que procede a la detención de los legítimos propietarios del piso, quienes acaban yendo a un juicio que, afortunadamente para ellos, ganan porque la jueza les da la razón y ordena el desalojo de los okupas. Final feliz que habrán agradecido los afectados, a los que ya les habían entrado bichos en casa dos o tres veces. Final feliz, pero menos común de lo que cabría esperar, pues se acumulan los casos de okupaciones interminables que agotan la paciencia de los propietarios.
Básicamente, nadie entiende cómo funciona la legislación en estos casos. Si no ando equivocado, creo que solo se puede echar al señor okupa si se le pilla in fraganti. En cuanto han pasado unos días de la okupación, los intrusos adquieren unos extraños derechos que, al parecer, dificultan enormemente la tarea de echarlos a patadas, que sería lo suyo sin importar el tiempo transcurrido. No sé qué mente privilegiada del legislativo se inventó esa cláusula, pero es evidente que se cubrió de gloria. Ya sé que, según Marx, la propiedad es un robo. Y que, según el refranero popular, quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Pero me cuesta creer que nuestra judicatura esté compuesta por eclécticos lectores de El Capital y el refranero. En algún momento se metió la pata hasta el fondo y ahora lo están pagando ciudadanos de esos que se supone que sostienen la sociedad y para los que la propiedad ha sido un robo muy peculiar, pues los ha tenido 30 años en manos de un banco hasta que han logrado pagar toda la hipoteca.
La propia figura del okupa ha ido degenerando con el tiempo. Los que yo conocí en Londres en los años del punk y la new wave solían ser artistas, escritores o músicos que se instalaban en casas abandonadas y se trasladaban a un apartamento en cuanto habían logrado vender un cuadro, colocar un libro en una editorial o pillar unos bolos para su banda de rock. Los actuales, por lo menos en nuestro país, son pseudoácratas dados a la juerga que se aprovechan de la tolerancia de algunos ayuntamientos (sobre todo, el de Barcelona) para inventarse centros supuestamente sociales y culturales que enseguida se convierten en una pesadilla para el barrio. O gente muy necesitada de cobijo que cae en manos de alguna mafia de la okupación que les pasa las llaves de un piso por una suma que oscila entre los 1.000 y los 1.500 euros. Curiosamente, mostrarse contrario a las okupaciones te granjea el sambenito de facha entre los representantes de la mal llamada nueva izquierda, que a veces consigue arrastrar en sus delirios a la pseudoizquierda de toda la vida, como se pudo ver hace poco en el Parlament, donde a una propuesta de Vox para acelerar los desalojos se manifestó en contra hasta el PSC (mientras no les ocupen la casa del Empordà, allá penas, ¿verdad?). Como creo que la verdad es la verdad, dígala Abascal o su porquero, no entiendo la actitud del PSC, más propia de los comunes, quienes, según una leyenda urbana que corre por Barcelona, disponen de un bufete de abogados al servicio de los señores okupas que financiamos todos los cochinos burgueses que pagamos impuestos (debería haber llamado al ayuntamiento para comprobarlo, pero seguro que me habrían colgado el teléfono al decirles que colaboro en Crónica Global, diario que Ada Colau detesta profundamente).
Poco después de los hechos de Calella, unos okupas prendieron fuego a un edificio de Mataró para asustar convenientemente a los vecinos, a los que supongo que procederán a denunciar. Y todavía hay almas bellas que se escandalizan ante la existencia de empresas como Desokupa, a las que acusan de tomarse la justicia por su mano a cambio de dinero. Parece que no se les ocurre que, si la ley funcionara, Desokupa se quedaría sin trabajo. Y menos mal que en España no corren las armas de fuego como en Estados Unidos, ya que, dado nuestro carácter, no tardarían en producirse bajas permanentes en el sector okupa.
Lo peor que le puede pasar a un sistema de justicia es que el pueblo no entienda por qué hace lo que hace. Es lo que lleva tiempo pasando con el ya cansino asunto de las okupaciones.