Después de haber tocado el cielo en octubre de 2017 y haber descendido a las puertas del infierno durante los meses sucesivos, hasta la llegada del indulto en junio de 2021, el independentismo lleva un año instalado en el purgatorio. En este espacio intermedio cohabitan la coletilla carnavalesca del exilio puigdemontiano y el cinismo junqueriano con su permanente chantaje al Gobierno central.
Pese a las sesiones fotometodológicas de Bolaños y Vilagrá, hace un par de semanas, una parte de la opinión pública --politólogos y tertulianos incluidos-- considera que el recurso de la mesa del diálogo es una manera de esconder el definitivo fracaso del procesismo. Otros opinadores no ven tanta teatralización en la recurrente exigencia del diálogo, sino un modo de ganar tiempo para ambas partes y ya se verá o Dios proveerá.
Decía Chateaubriand que “el purgatorio sobrepasa en poesía al cielo y al infierno, porque representa un futuro que falta a los dos primeros”. O, dicho de otro modo, mientras un indepe viva en ese mundo intermedio puede mantener viva la esperanza de que todavía es posible alcanzar el premio de la república celestial. Es comprensible que, hoy día, el independentismo gobernante esté instalado gustosamente en el purgatorio. Desde su invención allá por el siglo XII, nadie ha podido saber con seguridad cuándo se sale del purgatorio, sólo cuando se entra. Esa incerteza ha sido el mejor negocio que, desde la época medieval, ha tenido la Iglesia por la rentabilísima venta de bulas de indulgencias, con las que los fieles han podido acortar su estancia en ese espacio intermedio entre el cielo y el infierno.
Ha habido intensos debates sobre la duración de ese tránsito. Por ejemplo, cuando murió el católico Felipe II el 13 de septiembre de 1598 muchos intelectuales y teólogos se preguntaron cuándo su alma saldría del purgatorio y ascendería al cielo. Según la revelación divina que tuvo fray Julián de Alcalá, ese paso se produjo entre las nueve y las diez de la noche tres años después. Y así sucedió, según los testimonios de cinco testigos que pudieron contemplarlo en Paracuellos de Jarama.
Para tranquilidad y goce del Institut Nova Història y su plaga de seguidores, incluido el vicepresident astronauta, antes que español el purgatorio regio fue catalán. El primer tránsito comprobado lo protagonizó Joan I de Cataluña y Aragón (1350-1396), apodado el Cazador, muerto en extrañas circunstancias, en las que pudieron estar implicados Bernat Metge y Ramón Perelló. Poco tiempo después de ser excarcelado, Metge escribió Lo Somni (1399), donde el Rey le comentó cómo se había librado del infierno y la necesidad que tenía de los dinerillos de los catalanes vivos para aliviar sus penas en el purgatorio.
No todo se acaba con la muerte o con el fracaso del procés. Jacques Le Goff demostró que reconocer la existencia del purgatorio implica “ante todo la creencia en la inmortalidad y en la resurrección”. De ahí la importancia de no despreciar que el independentismo, en sus distintas versiones, esté purgando sus penas, si sigue pensando que aún es posible alcanzar la vida eterna en su paraíso cuatribarrado.
¿Y cómo es posible que esta feligresía siga instalada en esa imaginaria esperanza? Parafraseando a Bourdieu, cuando se produce un fracaso político tan evidente como el procés, el grupo dominante suele asegurar la permanencia de miembros a partir de unos mínimos de fidelidad y comportamiento, manteniendo vivo el proyecto hispanófobo con todas sus falsedades y mitos, incluso en aquellos momentos cuando la jerarquía incumple las reglas del juego (casos mascarillas, Borràs, etc.). Ya lo sentenció Chamfort: “El cura tiene que creer, el canónigo puede tener dudas, el cardenal puede ser ateo”.
El independentismo en el purgatorio --con el beneplácito de Sánchez, el PSC y los comuns-- sigue siendo un buen negocio, el mismo que mantuvo a la Iglesia durante siglos con los dinerillos de todos que querían acortar su estancia en ese mundo etéreo, donde se purgaban los pecados cometidos. Visto así, hay independentismo para rato, por los siglos de los siglos, amén.