Me consta que no han tenido tiempo de hablar de la salud del arpitano. El encuentro en Ginebra, ciudad por antonomasia del convenio y los acuerdos, de Jordi Turull y Marta Rovira perseguía objetivos políticos y no culturales. Según palabras de sus protagonistas, se trataba de "tejer una estrategia compartida", tanto en el Govern como en seno del movimiento independentista. Tarea harto difícil, cuando sobre la mesa aún está por dilucidar qué piensan las bases de Junts sobre la cohabitación en el ejecutivo catalán, la posición respecto a la mesa de diálogo con el Gobierno español y el asunto de los trapis en formato de traca final.
El juicio contra Laura Borràs va a tensionar aún más las relaciones con los socios de Aragonès. Tras las declaraciones de Carme Forcadell y Oriol Junqueras, parece poco probable que ERC obvie la aplicación del reglamento de la cámara catalana respecto a los imputados en casos de corrupción.
El decorado ha cambiado y los actores asumen nuevos roles. Los republicanos están empeñados en aparecer ante el electorado como un partido de gobierno fiel a sus principios, serio y sosegado. No en vano, en el consell nacional de ERC del pasado sábado, Junqueras insistió hasta la saciedad en la necesidad de perseverar en el diálogo. Algunos sectores de los republicanos acarician incluso la idea de soltar lastre, de irse alejando paulatinamente de la radicalidad de Junts y buscar resuello en otras formaciones aguardando nuevos escenarios políticos. Con Jéssica Albiach ya lo han intentado, con Salvador Illa aún no se atreven. Jordi Turull ha ido a Ginebra a tejer complicidades; quizás sí, pero todos sabemos que, de momento, más allá del mantra "amnistía y referéndum" no hay nada nuevo bajo el sol.
Carles Puigdemont, Jordi Sánchez, Elsa Artadi y unos cuantos más, se han apartado del eje central del partido, y se nota. El Junts de hoy ha perdido glamour y arrastra un montón de estigmas; tantos, que ha devenido un socio incómodo y devaluador de la acción del gobierno catalán. Cuando el TSJC acusa a Laura Borràs de un delito continuado de prevaricación, fraude administrativo, falsedad en documento mercantil y malversación de caudales públicos, un automatismo mental nos conduce al famoso 3%. Y cuando colegas del partido de la presidenta del Parlament cierran filas a su alrededor, uno recuerda cómo Turull, portavoz convergente en la comisión de investigación del caso Palau, negaba con desfachatez la evidencia del 3%. Luego llegaron los Pujol, las ITV, Andorra y, hace cuatro días, un asuntillo de mascarillas. La mácula del 3% perdura.
Nadie podía imaginar hace apenas un par de años que Madrid sería el escenario de una cumbre de la OTAN, que los europeos iban a incrementar sus gastos en defensa y que los mandamases del mundo iban a fotografiarse ante un cuadro de Velázquez en el Museo del Prado. Junts lleva en su hoja de servicios el estigma de haber coqueteado con Vladimir Putin. A estas alturas de la película, con la que está cayendo en Ucrania, en la mayor parte de las cancillerías europeas toda prevención es poca cuando se aproximan los amigos de Puigdemont.
Junts se ha empeñado en actuar obsesionado por la figura de un líder. El estigma del mesianismo no les abandona. Obsesión que ha legitimado un personalismo fronterizo con el fanatismo y una indefinición como colectivo político respecto a su ubicación en el eje de lo social, lo económico y lo ideológico. Ni de derechas ni de izquierdas: ¡Independencia! Al más puro estilo populista, Junts aboga por la confrontación contra el Estado español repitiendo así los errores del procés. Pedro Sánchez les emplaza a acudir a la mesa de dialogo, pero el Junts más negativo sigue encarcelado en su relato victimista.
Y ahí es donde ERC no transige y recuerda, con palabras de Junqueras, que los de Puigdemont les han dejado solos muchas veces. Demasiados estigmas en Junts para tan escaso discurso. Y vienen elecciones.