Por muy cenizos y pesimistas que queramos ponernos, es preciso admitir que es mucho mejor quedarse en Cataluña que desplazarse a cualquier otro lugar de la piel de toro que diría el poeta. Hace unos años, todavía en tiempos de Jordi Pujol, te podían increpar con aquello de “los catalanes os lo estáis llevando todo”. Nunca supe muy bien el qué, pero siempre podía generar cierto estado de satisfacción por aquello de sentirse un fragmento, por minúsculo que se quiera, de la parte envidiada. Aunque se tenga una percepción de que Cataluña importa un rábano al resto de los españoles, lo malo es que te pregunten eso tan clásico de “¿Qué tal por allí?” o el no menos costumbrista “¿Qué tal las cosas por allí?”, porque puedes enmudecer bajo la sensación de duda absoluta sobre la respuesta a dar y hasta de recochineo por parte del interlocutor o interlocutora. Ya no digamos si se les ocurre interrogar por Barcelona.
Tampoco se trata ahora de envidiar una vez más a Madrid por haber organizado con toda pompa y fanfarria una cumbre de la OTAN que ha servido básicamente para confirmar a los EEUU como amo y señor del mundo. Bueno, admitámoslo también, y para que Pedro Sánchez haya tenido una gran pista de lanzamiento para empezar a labrarse un futuro con una proyección internacional que no sabemos aún para que le puede servir, al margen de crecer su ego unas cuartas y que Ursula Von der Leyen le siga mirando con aire de embeleso por su altura de estadista. Aunque todo hay que reconocerlo: o para que el ínclito ministro de Universidades y gran mentor de nuestra amada alcaldesa haya admitido que es preciso aumentar el gasto en defensa, por eso de que haya “quedado bastante desmontada” la creencia de que “los países europeos podíamos mantenernos tranquilos sin preocuparnos de la defensa”. A ver si convence a sus conmilitones barceloneses, más conocidos por el nombre de “los comunes” o apasionados de Ada Colau.
En fin, a lo que íbamos, que quien no se consuela es porque no quiere. Justo es reconocer que tiene un mérito indudable por parte del Govern de la Generalitat el hecho de no hacer nada por sus administrados o, lo que es prácticamente igual, de que seamos incapaces de explicar que hace más allá de dar la brasa con ocurrencias, victimismos y agravios comparativos de diverso pelaje. Pese a la lluvia fina de estudios demoscópicos, es cuando menos complejo saber que piensa el ciudadano medio de lo que está pasando. No solo porque las catalanas sean tierras plurales y diversas, sino asimismo porque parece que estemos sumidos en una especie de astenia estival que hace que cada cual solo piense exclusivamente en las vacaciones, sea para marchar a donde pueda o simplemente quedarse en casa mirando las musarañas.
Aunque el procés esté marchito, seguimos en una fase tránsito hacia vaya usted a saber dónde en el que sirve también aquel postulado de Antonio Gramsci de que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. En realidad, parece que nunca pasase nada. Si acaso, la única novedad es que el Govern ha cesado a Joan Rigol, veterano militante de UDC y ex consejero de Pujol, como presidente del Patronato de Montserrat. Quizá sea llegado el momento de Oriol Junqueras para hacer realidad lo que se decía en su momento respecto del reparto de funciones con Pere Aragonès. De sobra conocida es su inclinación religiosa y su carácter piadoso, que ya reclamó hace cuatro años la secretaría de Asuntos Religiosos y el referido Patronato para ERC, un partido que, como definía recientemente un veterano y rojo sindicalista, es “el partido más confuso de Europa”. Ahora todo queda para septiembre y más exactamente para después de la Diada, incluso esa posibilidad remota de que perdamos de vista a la presidenta del Parlament, Laura Borrás, si bien dudo que la saquen de ahí ni con agua hirviendo.
Tal vez haga un año, Félix de Azúa aseguraba que “se ha organizado una clase política de muy baja calidad, sin estudios, muy ignorante y bastante mercenaria”. Puede considerarse o no una afirmación extremada, pero lo que parece evidente es que el nuevo establishment lo representa la izquierda instalada. Lo único que realmente se mueve es esa especie de impuesto silencioso que es la inflación y que actúa sobre las economías de todos los ciudadanos pero especialmente en pensionistas y ahorradores. Y como gran solución se le ha ocurrido al Gobierno esa medida populista de corte peronista barato que es la ayuda de doscientos euros para los más desvalidos. Veremos cuanta gente lo reclama.
Baste recordar la que se lio con el Ingreso Mínimo Vital que obligó a mucha gente a tener que hacer la declaración de la renta por eso de percibir ingresos de dos pagadores aunque estuviesen exentos de presentarla por su bajo nivel de ingresos. Es deseable que se haya aprendido algo del pasado y, aunque por el momento no hay fecha de cuándo podrá empezar a pedirse esa ayuda de doscientos euros, todo apunta a que será Hacienda quien se encargue de recibir y tramitar ese derecho, para lo que trabaja a toda máquina para ultimar el formulario a rellenar, dónde se pide y cómo, si de forma presencial o digital. El resultado puede ser fastuoso.