El antagonismo político que ha colonizado España tiene poco que ver con el diálogo; se establece como combate por hacerse con el favor del votante. En la política rige una estructura triangular en la que los bandos sustituyen el diálogo por un combate en busca del aplauso del público. Los litigantes no hablan entre ellos sino que compiten frente a quienes hipotéticamente les ha de dar la aprobación. Las sesiones de control al Gobierno en el Congreso, por ejemplo, son espectáculos de aclamación; buscan la adhesión o el rechazo, no el argumento. Confirman los miedos expuestos por Michel Foucault, cuando hablaba de un “poder pobre en recursos, parco en métodos e incapaz de inventar”.
Los partidos políticos se alimentan exclusivamente de la controversia y el desacuerdo; utilizan el truco de hablar con un espejo o con el eco de su propia voz. Pero la radicalización de los líderes, a través de sus monólogos, no se traduce en un deseo de activismo por parte de la ciudadanía. Al contrario, la mala política desmoviliza.
Según Popper, lo esencial de la actitud racionalista es la disposición a escuchar argumentos en contra y a aprender de la experiencia. Pues aquí ni modo. El ciudadano desmovilizado es la siembra del populismo, que ahora vive uno de sus excesos morales con la sentencia del Supremo de EEUU en contra de la interrupción del embarazo. Los ecos de Donald Trump se dejan sentir en Castilla y León, donde el vicepresidente y militante de Vox, García-Gallardo, restringe la actividad sexual, a la procreación; y atribuye a la hipersexualización el problema de la despoblación.
El Estado de derecho no se presenta nunca como un hecho rotundo; siempre se deja algo en el tintero; no es perfecto. En un Estado laico, como el español, la democracia es algo inacabado siempre; y por esta rendija se cuela la ola de puritanismo que nos invade, similar a la de Don Pitas Payas, aquel pintor de Bretaña, que “casó con mujer joven que amaba la compaña”, descrito por el Arcipreste en El libro de buen amor. Y la misma rendija explora hoy un combate desfasado contra la identidad de género. La bóveda inacabada de la moral pública es incluso más amplia que la del problema territorial; coloca a la política entre el saber y el poder. Nos hace sentir como unos enanos aupados sobre los hombros de gigantes, que piensan y actúan sin nuestro consentimiento.
El presidente del Instituto Nacional de Estadística (INE), Rodríguez Poo, ha dimitido tras ser cuestionado por su previsión de crecimiento y criticar los datos de la inflación de la ministra Calviño. Poo es la pieza entregada tras el fracaso del Gobierno en los últimos CIS. Pero la batalla institucional no es un monopolio de la izquierda; la derecha, el PP, lleva años bloqueando el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y deteniendo el cambio de magistrados que exige la Constitución. En ambos casos puede hablarse de un argumento ético que se opone a la ley, tal como ocurre en los países coránicos en los que el Libro adquiere un rango superior a las cámaras legislativas. Si los partidos constitucionalistas se saltan las normas a la torera, no podremos seguir exigiendo a los totalitarios --sean soberanistas, izquierdistas o ultras-- que detengan su maquinaria deslegitimadora.
La deslegitimación del Gobierno, cuando mete las manos en el INE, o la del PP de Feijóo, cuando bloquea los cambios en organismos constitucionales, expresan la misma patología. Son el predominio de la conciencia --el conjunto de reglas en las que yo creo e impongo a los otros-- sobre la arquitectura institucional de una democracia consolidada. Representan el embate de la moral mal entendida contra el Estado de derecho.