Hace un par de semanas un amigo me envió por WhatsApp un vídeo de su hija de cuatro años montando por primera vez en bicicleta sin rueditas. Estaba muy orgulloso. “Lo único que le cuesta un poco es arrancar”, me escribió.
El vídeo de su hija me hizo pensar en la primera vez que yo misma probé ir en bici sin rueditas. Estábamos en casa de unos amigos de mis padres, cerca de La Roca del Vallès, y yo debería tener unos cinco años, porque mi hermana aún no había nacido. Recuerdo perfectamente la bajada de asfalto junto a la piscina y el miedo en el estómago antes de empezar a pedalear. “Uno, dos, tres, ¡ya!”. Empujé con fuerza el pedal y empecé el descenso. ¡Estaba yendo sola! De pronto, la sensación de libertad se convirtió en velocidad descontrolada: la bici iba sola, los pedales giraban solos, yo no hacía nada. “¡Frena, frena!”, gritaban mis padres detrás de mí. Pero ya era demasiado tarde. La hostia fue espectacular. Mi barbilla topó contra el suelo y empezó a sangrar. Al ver la herida, mi madre, que es médico, intuyó enseguida que habría que poner puntos y fuimos de urgencia al hospital de Granollers. Me cosieron tres puntos debajo de la barbilla, todavía hay rastro de la cicatriz.
A pesar del susto, no le cogí miedo a la bici. Ese verano descubrí el placer de moverme a mi aire, de sentir el viento abofeteándome la cara en una bajada, de tragarme moscas, de escuchar el zumbido de la luz dinamo cuando empezaba a oscurecer.
Lo cierto es que la bicicleta nunca me ha gustado como deporte --siempre sufro cuando veo a ciclistas enfundados en maillots apretados subiendo carreteras de curvas a pleno sol--, pero como método de transporte, soy su mayor fan. Ahora vivo en un pueblo con subidas y bajadas y apenas la utilizo, pero a lo largo de mi vida he tenido la suerte de vivir en dos ciudades donde ir en bici era la opción más fácil para moverse --Berlín y Pekín-- y en ningún momento he olvidado las destartaladas bicis con las que recorría sus calles y lograba que mis parejas se desesperaban por mi lentitud y patosidad.
Da la casualidad que todos los (pocos) novios estables que he tenido son fans del ciclismo. Mi primer novio, por ejemplo, pensaba que ver juntos la segunda etapa del Tour de France por la tele era algo romántico. La cosa que más quería en el mundo (la quería más que a mí, estoy segura) era una bici de competición de color rojo y ligera como una pluma que se hizo llevar de Barcelona a Berlín, y que le robaron un viernes por la noche, a la salida de una discoteca ilegal en Prenzlauer Berg. Mi bici chatarra de color turquesa seguía allí, atada a la farola, pero la suya se había esfumado. Tardó dos años en recuperarse del disgusto.
Otro de mis novios, cuando empezamos a salir, quiso ponerme a prueba. Un día que salíamos a cenar, me propuso ir en bici. En lugar de ofrecerme su bici habitual, una normalita, con marchas, que utiliza para el día a día, me propuso que cogiera la bici de carretera que guarda en el balcón, una de esas con el manillar bajo, muy junto, un sillón incomodísimo y las ruedas tan finas que parece que vayan a petarse con solo subir un bordillo. “¿Crees que podrás?”, me preguntó con sorna, mientras yo trataba de subirme a la bici sin perder el equilibrio. Al cabo de unos minutos, cuando vio que era capaz de pedalear por Barcelona subida a ese trasto incómodo, aunque fuese a dos por hora, se giró para decirme: “Ahora sí me has enamorado”.