Está muy claro, a partir de ahora y hasta el final de la legislatura, cualquier cosa que pase en las autovías catalanas, básicamente atascos, o cualquier percance en los trenes en Cataluña va a tener un solo culpable: la falta de inversiones del Estado.
Cuando había peajes, mal, pero ahora que ya no los hay, aún peor. Que una locomotora de mercancías, propiedad de Ferrocarrils de la Generalitat, choca como sucedió el fin de semana con un tren regional, por un fallo de los frenos, cuyo mantenimiento es responsabilidad de una empresa participada por la Generalitat, para el Govern es la consecuencia directa del maltrato inversor del Gobierno español en Cataluña. Y así todo.
El mal dato de 2021, malo por partida doble, pues excepcionalmente se ejecutó menos de una tercera parte del presupuesto previsto, mientras en Madrid se contabilizó un 84% más debido al rescate de las autopistas radiales, está siendo aprovechado por los partidos independentistas para sembrar el discurso victimista en infraestructuras.
Y, sin embargo, la realidad fue otra. El Estado invirtió en Cataluña, entre mediados de 2018 y principios de 2022, 3.671 millones, siendo la comunidad autónoma más beneficiada, muy por encima de Madrid, que recibió 2.523 millones. Por su parte, en el mismo periodo, la Generalitat ejecutó 2.371 millones, unos 1.300 menos que el Estado.
Pero ¿quién informa de ello? Solo lo hemos podido leer en Crónica Global, nadie más ha hablado de ello. En política, la verdad no cuenta, lo que importa es su percepción, y el mensaje que el nacionalismo ha logrado inocular de nuevo en la sociedad catalana es el del agravio y el maltrato. Y así vuelta a empezar.
Sin embargo, hace un año las cosas parecían diferentes. Los indultos a los presos del procés habían calmado los ánimos y curado parte de la herida que exhibían los separatistas a un precio muy barato. Por otro lado, Generalitat y Gobierno estaban a punto de anunciar una inversión de 1.700 millones para convertir el aeropuerto de El Prat en un hub intercontinental, cuya confirmación se hizo oficial a principios de agosto.
En septiembre, sin embargo, el proyecto naufragó por el súbito cambio de opinión en ERC, que asumió el discurso de los comunes contra la ampliación por razones medioambientales. En realidad, Oriol Junqueras impuso su criterio contrario a Pere Aragonès por un miedo doble: a perder votos hacia su izquierda y a regalar al PSC un buen relato sobre las inversiones del Estado en Cataluña.
En pocas semanas, se despreció una infraestructura importantísima por la que ahora llora Andreu Mas-Colell, entre otros, y que se reclamará en voz alta en cuanto Barajas concentre todas las conexiones intercontinentales españolas. El fiasco final con el aeropuerto fue un aviso al Gobierno de que una cosa es que el procés estuviera muerto y enterrado, y otra pensar que el independentismo iba a renunciar a la tensión permanente. La mesa de diálogo fue un espejismo, un teatrillo que duró muy poco.
En realidad, ERC nunca fue un socio fiable de Pedro Sánchez, pese al guante de seda con el que este ha tratado a los independentistas, léase en el Tribunal de Cuentas o con la pasividad de la Abogacía del Estado en todos los contenciosos, sobre todo el lingüístico.
Nunca hubo reciprocidad, el Gobierno español se autoengañó. Entre otros feos, los republicanos no quisieron votar a favor de la reforma laboral, pese a las suplicas tanto de CCOO como de la UGT catalana. ¿Por qué? Solo se explica por la voluntad de torpedear el proyecto de Yolanda Díaz, por un lado, y de poner en dificultades a los socialistas, por otro.
La desmovilización del electorado independentista era un riesgo que las encuestas detectaban el pasado invierno. Así que en estas llegó el Catalangate, invento propagandístico que Moncloa no supo contestar políticamente, y quiso arrinconarlo por elevación, con un striptease sobre la seguridad de sus propios móviles, que acabó con una crisis con el CNI que al Gobierno se le atragantó durante semanas.
Sánchez perdió ahí el relato social de la legislatura, y las andaluzas del próximo domingo le pueden dejar tieso. En Cataluña todo lo ganado desde 2019 se va a ir al garete, con una ERC a la que ya no le interesa el diálogo, ni apoyar los presupuestos para 2023, porque esta es una guerra de propaganda en la que los buenos propósitos o las inversiones reales, con sus matices, no cuentan. Y así, vuelta a empezar.