Los fondos buitres SVO y Cross Ocean aprietan las tuercas a la siderúrgica Celsa, comandada por Francesc Rubiralta Rubió; y por su parte, los bancos extranjeros que controlan el pasivo de la compañía, Goldman Sachs y Deutsche Bank, empujan en la misma dirección. Es el empellón de un steering committee sin alma que quiere lo suyo antes de permitir que los accionistas familiares se acojan al flotador de cerca de 550 millones de euros, lanzado por la Sepi para salvar a la compañía. Los acreedores españoles, Santander, Caixabank, BBVA y Sabadell aceptan financiar al grupo, pero los fondos internacionales exigen condiciones inasumibles: una emisión de bonos convertibles por valor de 900 millones de euros a un interés del 10% anual. Si se aceptara esta propuesta, el balance de la empresa reflejaría una deuda total de 1.700 millones de euros.
En el entramado del gigante siderúrgico con presencia en cien países, hay 30.000 puestos de trabajo directos e indirectos en juego. Es un caso práctico de política industrial que se le escapa al equipo económico del Govern y que Madrid no atina con la tecla. Está en juego la credibilidad de emprendedores audaces como los Rubiralta de Celsa, con sede en Castellbisbal (Barcelona). Y está en entredicho algo más: un país que ha perdido el rumbo, adormecido por la ataraxia política.
La posición de los fondos buitres es una profanación. El auge y la lenta extinción del fuego catalán --le feu catalán le llamaron al sector los historiadores de la Escuela de los Anales-- desde los años del vapor fue el resultado de entronques familiares, como el que se produjo cuando la fundición de los Villalonga se trasladó al País Vasco para convertirse en Altos Hornos de Vizcaya, de los Ibarra. Y de esfuerzos titánicos, como la Herrería del Remei que fundamentó la vocación Manuel Girona, el creador del Banco de Barcelona y primera fortuna catalana del novecientos después del núcleo Comillas-Güell. También destacan La Farga Casanova y otras como Torras Herrería y Construcciones, germen de la actual Celsa, creada por Juan Torras Vilanova con el apoyo del banquero Evaristo Arnús; y mucho más tarde, el caso de Metales y Platería Ribera, propiedad de Andreu Ribera Rovira, que unió las antiguas Cámaras de Comercio e Industria de Barcelona, tras el fin de la autarquía. La fundición vivió una etapa de crecimiento basada en el abaratamiento de las importaciones de material de hierro y la paz social fruto del modelo de concertación laboral.
En aquel entorno se expandió Celsa, creada en 1967 y líder indiscutible del sector desde el primer momento, gracias al impulso de Francisco Rubiralta Vilaseca y su hermano José María, cuyos herederos señorean ahora el coloso de aparatos médicos Werfen. Los hermanos Rubiralta contribuyeron, junto a los químicos y metalúrgicos, a la transformación del modelo productivo catalán después de la caída del textil y antes del desembarco de la economía digital. Los hermanos Rubiralta se relacionaron con el empresariado europeísta del Círculo de Economía y tomaron parte activa en el Consejo Consultivo de Fomento del Trabajo, el Senado de la gran patronal, desde la época remota de Juan Güell, fundamento del arancel.
Ahora, la segunda generación del gran conglomerado siderúrgico, liderado por Francesc Rubiralta Rubió, se encuentra ante su última batalla. La empresa no cederá ante el epitafio de los fondos buitres; Celsa no puede ser entregada a un campo de Marte. Se dice que la fe de los siderúrgicos es un síntoma de su lenta decadencia, pero se olvida que también representa el reinicio de una viabilidad basada en el metal frío de las nuevas herrerías. No se trata de caer de rodillas ante la cuenca del Ruhr alemana. En el curso bajo del río Llobregat el fuego se extingue, pero queda el acero.