El panorama de la economía española se ha ennegrecido a marchas forzadas en el último mes y medio, coincidiendo con la invasión rusa de Ucrania. Las previsiones de crecimiento para el presente año, que el Gobierno cifraba en un 7%, a la altura de abril ya son una quimera.
Pedro Sánchez ha de enviar a Bruselas en los próximos días su nuevo cuadro macroeconómico. En él no tendrá otro remedio que reconocer la cruda realidad de una situación mucho peor de lo que esperaba.
Los servicios de estudios de la banca y de otros organismos han lanzado en las postreras jornadas un aluvión de informes de cariz negativo. Todos ellos recortan de forma drástica las elucubraciones estadísticas del Ejecutivo. Con pequeñas diferencias, calculan que el PIB a lo sumo experimentará un avance del 4%.
En épocas pretéritas, semejante progresión se habría considerado satisfactoria. Pero hoy resulta decepcionante, tras la formidable crisis sufrida en 2020 y la complicada recuperación, a trancas y barrancas, registrada en 2021. Además, se da la circunstancia añadida de que la inflación ha escalado cotas cada vez más siniestras y ya ronda un corrosivo 10%.
El mandamás de la Moncloa no ha puesto en marcha una sola disposición de gran calado para recortar el gasto y estimular la economía. Se ha limitado a aplicar cuidados paliativos y a soltar unos cuantos movimientos hacia adelante, a la espera de que la tormenta amaine. Los más relevantes son tres.
El primero reside en la concesión, a empresas y autónomos, de una montaña de créditos avalados por el Instituto de Crédito Oficial. Sobre este particular, al día de hoy son legión los beneficiarios que no pueden devolverlos.
La tanda inicial de los préstamos debe reintegrase a partir del actual mes abril. Pero el mago Sánchez se ha sacado de la chistera un conejo. Ni corto ni perezoso, ha prorrogado el plazo seis meses más. Así, da hilo a las cometas corporativas para que resistan hasta octubre. Cuando venza el nuevo plazo, ya se verá. No se descarta que vuelva a posponerlo.
La segunda actuación sanchista reviste características similares a la primera. Se la conoce como moratoria concursal. Por ella, en 2020 suspendió olímpicamente la obligación de instar concurso de acreedores que incumbe a todo consorcio incapaz de atender sus compromisos de pago. Para redondear la faena, anuló “manu militari” la facultad de los acreedores de pedir la quiebra necesaria de los morosos recalcitrantes.
Finalmente, el tercer pucherazo de Pedro Sánchez consiste en decretar que las pérdidas de las sociedades en 2020 se desdeñen a la hora de calcular el importe de los fondos propios. Tal argucia significa sobre poco más o menos que las entidades devastadas dejen de estarlo gracias a unos insólitos hechizos de orden contable.
El excepcional escenario descrito subsistirá hasta el próximo junio. A partir de entonces, Dios dirá. Los expertos en materia de insolvencias vienen advirtiendo de que las medidas estatales son pan para hoy y hambre para mañana. Se asemejan a una especie de huida sin rumbo, puesto que la realidad mercantil no admite el maquillaje con burdos apaños legales.
De hecho, las firmas arruinadas navegan a la deriva. Están sumidas en un limbo legal por las providencias del régimen sanchista. Pero no resucitarán milagrosamente merced a los cambalaches regulatorios cocinados en los fogones de la Moncloa.
Entre tanto, los administradores de los tinglados endeudados hasta las pestañas y fallidos, harían bien dándoles sepultura lo antes posible. Para ello nada más apropiado que depositar los libros en el juzgado mercantil, solicitar el concurso de acreedores y abordar la liquidación.
No hay mal que cien años dure, ni plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. La moratoria llegará inexorablemente a su fin. Ese día, las compañías en estado terminal, también llamadas zombis, habrán de tomar el camino de los juzgados y declararse en bancarrota. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas razones sociales moribundas pasarán tarde o temprano por semejante trance, pero se cuentan por decenas de millares.