Cada año, cuando se acerca Semana Santa, me acuerdo de mi àvia, mi abuela paterna, porque era ella quien la mañana del lunes de Pascua se ponía a esconder huevos de chocolate por el jardín para que mis primos y yo pudiéramos luego ir en su búsqueda a la hora del aperitivo. Me parecía una tradición divertidísima, aunque implicara muchas veces toparse con un huevo medio deshecho por el calorcillo del mes de abril o con un triste envoltorio de papel de plata totalmente resquebrajado y babeado por algún perro más rápido que nosotros.
Mi àvia era una mujer de tradiciones, algunas más exóticas que otras, como la de buscar huevos de Pascua por el jardín, que debió aprender durante sus estancias en Francia e Inglaterra, o ponernos cagarros de mazapán junto a los regalos en el Día de Reyes, y me gusta sentir que he salido un poco a ella.
Aunque no soy creyente ni me definiría como una persona tradicional, soy fan de las tradiciones. Me gusta que los viernes de Cuaresma se coma pescado y de postres haya buñuelos, que los jueves los restaurantes tengan paella, que para Sant Jordi a las mujeres se les regale una rosa y a los hombres un libro (aunque sea machista), que en la mesa se sirva primero a las personas mayores, que en la noche de Sant Joan se tiren petardos y no falte la coca de piñones. Me gusta conocer a alguien y descubrir que cada miércoles él y su hija cenan tortilla de patatas, porque es el día que tiene más tiempo para cocinar, que los jueves desayunará los restos de la tortilla con una tostada, y que los viernes, eso es sagrado, “siempre cenan pizza”, encargada, por supuesto, en el mismo local.
¿Por qué me gustarán tanto las tradiciones y los rituales domésticos? Siendo una persona que ha ido casi toda su vida a su aire ---sin trabajo, hogar o pareja estable, sin religión ni apego a la patria (sí, soy la típica que va diciendo que no le gustan ni las fronteras ni las banderas)-- ver que algunas pautas se repiten a lo largo del tiempo a mi alrededor me proporciona un sentido de orden y pertenencia que inconscientemente debo ir buscando desde que soy una niña.
“La vida diaria es estresante y está llena de incertidumbre. Tener una época especial del año en la que sabemos exactamente qué hacer como lo hemos hecho siempre nos transmite una agradable sensación de estructura, control y estabilidad”, escribía hace unos años el antropólogo estadounidense Dimitris Xygalatas en The Conversation, dándome la razón. Según Xygalatas, profesor adjunto en la Universidad de Connecticut, los experimentos de laboratorio y estudios de campo muestran que las acciones estructuradas y repetitivas que intervienen en estos rituales --desde la forma de organizar cómo nos sentamos a la mesa en una cena de familia (en mi casa ha sido siempre hombre-mujer-hombre-mujer) al menú de Navidad o el momento de hacer un brindis en una boda--, “pueden actuar como un amortiguador frente a la ansiedad al convertir nuestro mundo en un lugar más predecible”.
Confío en que pasado mañana, lunes de Pascua, en mi casa no falte el cordero asado y la Mona de Pascua. Bon profit.