Más que la foto de un gobierno, parecía la de los trabajadores de una gestoría. Las gestorías, lo sabe cualquiera que haya necesitado de sus servicios, terminan la semana laboral el viernes al mediodía, y no es raro que después vayan todos juntos a comer. Se diría tomada en el patio del restaurante --o en la entrada, con los automóviles pasando a toda velocidad a pocos metros-- como delatan las caras de satisfacción de todos ellos y los pantalones arrugados de los varones, signo de haber estado unas cuantas horas sentados y tragando. De ahí la sorpresa que se adueñó de millones de catalanes cuando corrió la voz de que no, que los de la foto no eran los currantes de Gestoría Ramiro, con el señor Ramiro al frente, tomando fuerzas antes de la campaña de la renta. Se trataba ni más ni menos que del Govern legítimo de Cataluña en el exilio. Ni siquiera el señor Ramiro era tal, sino el auténtico president en el exilio, el legítimo --cuánto gusta esta palabra-- Carles Puigdemont.
Aclarado el malentendido, sólo unos pocos miles de catalanes insistían en que, a pesar de todo, el calvorota que aparece arriba, a la izquierda de la imagen, es un chaval que empezó hace cincuenta años como chico de los recados en la gestoría y que medio siglo después, gracias a sus capacidades intelectuales, sigue en el mismo puesto, aunque ahora como viejales de los recados. El aspecto del individuo denota evidentes pocas luces y puede llevar a la lógica confusión, pero se trata de Lluís Llach, antaño dicen que cantautor y ahora consejero político del flamante gobierno. A eso se le llama una carrera meteórica.
Entre el aspecto de aburridos oficinistas que presentaban todos y la poca solemnidad del grupo, no es raro que la composición del curioso Govern pasara sin pena ni gloria por los medios de comunicación. El acto tuvo el eco que merece el hecho de que unos amigotes se reúnan para comer y después le pidan al camarero que, si es tan amable, les saque una foto de recuerdo.
Claro está que no les ha de ser fácil, a unos tipos que son conscientes de que todo el mundo va a chotearse de su pantomima, convencerse a sí mismos de que forman un gobierno e intentar poner en la foto cara de ministros, o de consellers, o de como quiera que se llamen sus cargos. Así no hay manera. Si hay consellers, consellers de verdad, quiero decir, que ponen cara de haber caído ahí de casualidad, cómo van a conseguir no parecer unos panolis unos tipos --y tipas-- que no son otra cosa que auténticos panolis. Ser nombrado conseller por Puigdemont es como ser nombrado caballero de la mesa redonda por un tipo que acabas de conocer en la barra del bar, cocidos los dos a cervezas, y asegura ser el auténtico --perdón, el legítimo-- rey Arturo, aunque no haya conocido otra Ginebra que la Gordon's.
Es un gran misterio saber qué lleva a personas aparentemente sanas psiquiátricamente a prestarse a hacer el ridículo en público. Uno estaría dispuesto a comprenderlo si hubiera alguna posibilidad, por mínima que fuera, de que Puigdemont pudiera recompensarles algún día con algún carguito de verdad, no de broma. O con un buen sueldo. O con un contrato de lo que fuere. Pero Puigdemont está ya fuera de circulación para siempre, como mucho puede seguir huyendo hacia adelante y, si ha inventado un gobierno, inventarse también una moneda con la que convertir a sus fieles en millonarios. Allá cada cual. Yo, antes que seguir a Puigdemont en sus delirios, veo más inteligente seguir al borracho del bar en la búsqueda del santo Grial.