Los que tendemos al optimismo, saludamos la proposición de ley presentada la semana pasada por PSC, ERC, Junts y comuns de modificación de la ley de política lingüística como una forma de acatar la sentencia del TSJC, de obedecer sin decirlo, que es por otro lado una forma de proceder bastante habitual del nacionalismo.
Cierto que no se recoge el porcentaje mínimo del 25%, pero lo realmente sustantivo es que el castellano vuelve a ser lengua vehicular y de aprendizaje, aunque se descarga la responsabilidad de aplicarlo en los centros educativos. Obedeciendo a medias, la Generalitat solo va a conseguir ganar tiempo, nada más.
El desmarque a las pocas horas de Junts, el duro comunicado de la CUP, el enfado tanto de Òmnium Cultural como de la ANC, el manifiesto en contra firmado por 90 nombres del separatismo más radical (Torra, Ponsatí, Llach, etc.) o la manifestación convocada por la USTEC para el 2 de abril, son ejemplos que confirman la tesis optimista: estamos ante el principio del fin de un modelo de enseñanza monolingüe.
No obstante, tanto ERC como los comunes han reiterado en voz alta que esa modificación no persigue el cumplimiento de la sentencia sino todo lo contrario, que es una forma de burlarla, de “blindar la inmersión”, porque sin una resolución de la Consejería de Educación imponiendo a los centros ese mínimo en castellano, los equipos directivos podrán hacer oídos sordos al cambio legislativo, sobre todo si no hay denuncias por parte de familias.
En este sentido va a ser clave lo que diga el tribunal a las explicaciones que el consejero Josep Gonzàlez-Cambray le envió el viernes pasado sobre cómo va a hacer efectiva la sentencia, acompañadas del manipulado informe del Síndic de Greuges para que el castellano que se habla en la hora de comedor y patio también cuente en ese 25%.
En paralelo no hay que olvidar la denuncia ante la Fiscalía que ha hecho Ciudadanos por prevaricación contra las autoridades educativas catalanas o la demanda de plataformas como Escuela para Todos para que el TSJC fije ya los plazos, los medios y el órgano para que se ejecute la sentencia sin más dilación.
Por tanto, la reacción del tribunal va a ser determinante, aunque es improbable que actúe de forma inmediata. Seguramente habrá que esperar un mes más hasta que se resuelvan las alegaciones de las partes. De esta forma, el curso escolar 2021-2022 acabará sin que se haya aplicado la sentencia. Ahora bien, imaginemos un escenario en que el TSJC se diera por satisfecho con las explicaciones de la Generalitat o que no ordenase nada muy concreto. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Cómo podría afectar ese cambio legislativo? ¿Realmente sería tan inocuo como denuncian los más militantes defensores del bilingüismo o tan dramático como temen los partidarios de la escuela (solo) en catalán?
Aquí se abren grandes interrogantes. Creo que iríamos a medio plazo a un modelo escolar lingüístico atomizado. Algunas escuelas, sobre todo bastantes concertadas de rentas medioaltas, introducirían en su oferta la vehicularidad del castellano, tal vez incluso por encima del 25%, pues en la ley no se fijan porcentajes. Habría más oferta de escuelas trilingües. Y en bastantes centros públicos metropolitanos se normalizaría el uso clandestino que ya se hace del castellano una vez que la ley del Parlament lo permite.
En otras escuelas, en cambio, continuaría haciéndose como hasta ahora: nada de castellano, excepto la asignatura de lengua y literatura. Los talibanes lingüísticos de los equipos directivos mantendrían el modelo de inmersión a machamartillo y celebrarían que se han pasado por el forro la sentencia del 25%. Como el cambio de la ley es ambigua en su aplicación, se iría creando una heterogeneidad de situaciones.
Ahora bien, al TSJC no le gusta ser burlado, más aún después de las explicaciones que han dado dos de los firmantes del acuerdo, ERC y comunes, alardeando que se trata de un cambio cosmético y recriminado a Junts que se desmarque de una jugada que permite “blindar la inmersión”. Es muy difícil que el tribunal vaya a quedarse impasible y no fuerce coercitivamente a la Generalitat a ejecutar la sentencia, o incluso requiera por carta a todos los centros educativos el mínimo del 25% en castellano para el curso 2022-2023.
Finalmente, hay una confusión con la que el PSC ha jugado hábilmente. Ha logrado imponer a ERC su tesis de “flexibilizar la inmersión” (con la ayuda de Irene Rigau), pero la inmersión flexible es un concepto contradictorio, un oxímoron. Porque una de dos: o tenemos un modelo de escuela monolingüe o de conjunción lingüística (catalán/castellano con porcentajes variables en función de la cada realidad sociolingüística). Pero ambas cosas a la vez no pueden ser: inmersión o conjunción.
La sociedad catalana está hecha un lío. Cuando se pregunta en la calle por la inmersión, la gente entiende cosas diferentes. Es un concepto chicle, como años atrás fue el derecho a decidir. A menudo se la confunde con no separar a los alumnos por lengua, de no segregar lingüísticamente, aunque eso es justamente lo que puede acabar pasando si el TSJC no toma de nuevo cartas en el asunto para hacer cumplir de forma imperativa su mandato en el sistema educativo que se alimenta de fondos públicos. Y mientras tanto, las élites, también las soberanistas, seguirán llevando a su prole a escuelas totalmente privadas donde todo ese rollo de la lengua no se plantea y se educa de forma trilingüe con absoluta normalidad. Sin más.