La guerra en Ucrania, desatada por una agresión ilegítima e ilegal de Rusia, debe suscitarnos alguna reflexión sobre el papel que las Constituciones pueden jugar en el marco del uso de la fuerza armada generalizada entre Estados. Desde el constitucionalismo revolucionario --Estados Unidos y Francia--, las normas fundamentales han tratado de limitar el fenómeno de la guerra y, en caso de hacerse irreversible, canalizarlo a través de distintos mecanismos jurídicos. Desde estos dos puntos de vista, pueden darse tres escenarios que merece la pena indagar tomando datos del triste presente.
Debe constatarse en primer lugar que, siguiendo el periodo de entreguerras, donde ya alguna Constitución --por ejemplo, la republicana de 1931-- repudiaba el fenómeno de la guerra, las Constituciones de la segunda posguerra mundial en general apuestan en sus preámbulos o partes dispositivas por la cooperación internacional y la paz como medio y fin respectivo de la coexistencia de los Estados en la tierra. Ello hace que en teoría ningún país que cuente con una Constitución democrática que no sea meramente semántica --como es el caso actual de Rusia-- pueda plantear guerras de agresión propias de un contexto jurídico imperial que se creía superado.
No debe soslayarse la importancia del derecho internacional en este ámbito, pues es bien sabido que la Carta de Naciones Unidas legitima únicamente el recurso a la guerra como acto defensivo, lo que sin duda mediatiza el sentido de aquellas disposiciones, como el artículo 63.3 de la Constitución Española, que aluden a “declarar la guerra y hacer la paz”. Con la excepción británica y francesa, la mayor parte de los Estados constitucionales involucran al poder legislativo en decisiones militares que, de acuerdo a la praxis internacional del último medio siglo, revela la creciente participación de los ejércitos en el contexto de misiones de paz y seguridad tras el consiguiente conflicto armado.
Otro escenario para la Constitución en términos bélicos es que el Estado sufra una agresión armada masiva --como ahora Ucrania-- y deba hacer uso de la fuerza militar para defenderse. En España, el artículo 116 de la Constitución prevé un estado de sitio donde se atribuye al Gobierno y a la autoridad militar designada el ejercicio de las facultades extraordinarias, entre ellas la suspensión de derechos fundamentales. En el marco bélico interior por ataque de un tercer Estado o por un conflicto civil, la Constitución vive un momento “existencial”, en el sentido de que hay un peligro evidente de que sus disposiciones sean parcial o totalmente abandonadas por los poderes públicos para mantener la unidad de mando, sobre todo militar.
La Guerra Civil española es una muestra muy interesante --y, hasta donde yo sé, poco analizado-- de las dificultades políticas y fácticas para mantener la vigencia de la Constitución de 1931, que fue quedándose sin territorio, pueblo y poder sobre el que desplegar sus efectos. En Estados Unidos, durante la Guerra Civil (1861-1865), se dio un proceso inverso: Lincoln usó la Constitución para desplegar su “poder protector” (recuérdese la figura de Oliver Cromwell) y, a partir de sus potestades implícitas y explícitas, ir extendiendo polémicamente la vigencia de la norma fundamental a los territorios recuperados a la Confederación. A resultas de la victoria de la Unión, se transformó la figura de la presidencia --antes honorífica-- y se consiguió, al menos formalmente, acabar con una esclavitud que repelía cualquier idea mínima y compartida de Constitución demoliberal.
Aún podemos especular con un tercer plano en relación a la guerra y la Constitución. Lo vivimos estos días con respecto a Europa y Rusia a raíz de la invasión de Ucrania: ¿Cómo deben comportarse los Estados democráticos frente al agresor tercero que hace uso de la fuerza armada indiscriminada? La Unión Europea abandera medidas extraordinarias --sobre todo económicas, financieras y comunicativas-- que alejan el principio de neutralidad de la relación entre los países porque la sociedad internacional también se ha ido moralizando en un sentido pacifista. El repudio a la guerra, con todas las concomitancias ideológicas y realistas que se quieran, mueve a las naciones a posicionarse activamente contra Rusia.
Ahora bien, la transformación del concepto de neutralidad no implica que la Constitución no opere como parámetro normativo de las decisiones derivadas de ese posicionamiento. Como sociedades democráticas estamos forzadas a distinguir cuidadosamente a los ciudadanos rusos de a pie de sus dirigentes, manteniendo vigente la operatividad de los derechos fundamentales y contribuyendo, como no puede ser de otra manera, a civilizar la relación de las naciones a través de la vigencia y eficacia del derecho. Lo que en este grave momento supone estar con el agredido en el marco de las obligaciones internacionales y los consabidos límites constitucionales.